«La historia de la cárcel se inscribe, pues,
en la historia más amplia de la hipocresía»
Massimo Pavarini
La muerte trágica –el asesinato luctuoso– de Núria, la cocinera de Mas de Enric, ha vuelto a poner el foco en las cárceles catalanas –este foco que tan a menudo se apaga y casi siempre se esconde–. También nos ha puesto, como país, un espejo en la cara y ha desatado algunos discursos que asustan y sobrecogían. Al fin y al cabo, todos estamos en prisión, los que están dentro y los que la legitiman desde fuera como política de fin de tubería de un sistema que hace aguas en tantos sentidos. Nadie nos devolverá Núria –y que no vuelva a pasar ya sólo depende de los supervivientes–. No habría que decirlo, pero la primera muerte de una trabajadora en cuarenta años –una cocinera– no desvirtúa ningún modelo ni ningún derecho de huelga. Ni el derecho de crítica ni las segundas oportunidades, ni el derecho fundamental de protesta por reclamar mejoras ni el principio de reinserción social. Lo que sí se autodesvirtúa solo es el castigo colectivo y la vulneración de derechos contra 5.000 personas presas y sus familiares, la propagación de discursos ultrasecuritarios de escopeta de feria y la reducción de la siempre sensible cuestión penitenciaria a un debate único y unívoco que desterra todos los principios rectores del humanismo penal. Como se evita, distopía de Minority Report, ¿que vuelva a pasar? Sacar de las labores de cocina a ocho presos condenados por homicidio equivale directamente a convertirlos en presuntos culpables por equiparación a lo que ha hecho sólo uno. Tan absurdo como el reciente intento judicial de cerrar Telegram de un revuelo, con 8,5 millones de usuarios directamente afectados.
Si se trata –ojalá– de mantener el foco abierto sobre los muros carcelarios, la fría estadística penitenciaria nos recuerda hoy que, arrancando en el 2024, hay en Catalunya 8.042 personas encarceladas –459 de ellas, mujeres–, un 4% más que en diciembre de 2022 y 2.700 menos que en 2010, cuando se batió el récord: 10.741. Tenemos una tasa de población encarcelada de 103 personas por cada 100.000 habitantes –122 en España respecto a una media europea de 117–. Lejos de Turquía (355), alejados de Finlandia (50) y sideralmente distantes de los 639 de Estados Unidos de la libertad, donde el complejo industrial-penitenciario es un pozo sin fondo, un matadero de vidas y un negocio que mezcla al mismo tiempo capitalismo de vigilancia afuera y capitalismo de reclusión muros adentro. En Catalunya, hasta el 31 de diciembre de 2023, los presos penados llevaban encarcelados de media 1.145,9 días y los presos preventivos 287,3 días. La media de condena impuesta es de 2.863 días –recuenten los días y las noches–. Por delitos principales de lo que la prisión concentra, 3.361 son contra el patrimonio y el orden socioeconómico y 1.495 contra la seguridad colectiva (salud pública y seguridad vial). La cárcel habla también siempre de desigualdades sociales, va por código postal –las libertades a millón de euros, también– y resume la rutina sistémica de recluir la pobreza. En la misma fecha, el 50,3% de la población reclusa era extranjera, un 5% estaba en tratamiento con metadona y 887 estaban bajo programas de seguimiento especializado. En 2023 se cerró con 12 casos de tuberculosis, una incidencia del VIH que se acercaba al 4% y 199 personas tomadas con hepatitis C. Por no hablar de salud mental: si extramuros los trastornos aumentan, intramuros los sufrimientos se multiplican – como las violencias, como las desesperaciones, como los aislamientos, en prisión todo aumenta exponencialmente.
Respecto a los incidentes en las prisiones, la estadística detalla –sin entrar en los detalles de cada caso– una media mensual de 275 casos: lesiones o agresiones leves y graves (a internos y funcionarios), autolesiones (graves y leves) y evasiones consumadas . Como institución total, el pasado año la cárcel catalana abrió 15.000 expedientes disciplinarios. "Queremos salir vivos de la cárcel", hemos oído estos días a raíz de la primera muerte de una trabajadora del sistema penitenciario catalán desde 1984. Desde 2020, en otras casuísticas que también hunden vidas, no han salido vivas 41 personas presas que se suicidaron y 16 que murieron por sobredosis –y otras 27 defunciones quedan pendientes de etiología, según los datos oficiales–. Sí sabemos que desde el 2010 solo ha habido, antes de la muerte de Núria, un caso de homicidio –en octubre del 2020 en Brians 2–, donde un preso mató a otro en el patio. Pero dos hechos brutalmente excepcionales no pueden derrumbar todo un modelo, en el que trabajan 5.691 personas. Que se necesitan más recursos y más personal –y no sólo y exclusivamente de vigilancia: educadores, psicólogos o médicos– es evidente. Pero hace pensar –y mucho– que hayan sido trece entidades de derechos humanos, veinte asociaciones cristianas y buena parte del tercer sector social quienes hayan alzado la voz recordándonos también los derechos de presos y presas. Más aún en un país que recientemente ha vivido tan de cerca la cárcel y que, recuperada la libertad de los presos políticos, se olvidó demasiado rápido –y seguramente Raül Romeva es quien más ha reflexionado sobre ello.
La memoria del modelo penitenciario catalán que ahora quiere cuestionarse –con ataques viscerales y vergonzosos contra dilatadas trayectorias de compromiso como las de Armand Calderó– no está exenta –como nada en la vida– de disrupciones, ángulos oscuros, dificultades y alteraciones. Uno no puede olvidar ni el motín ni la represión en Quatre Camins del 2004 –este año hace veinte años de ese agujero negro de la historia reciente–, que acabó con malos tratos a veintinueve presos y con sentencia judicial firme y dura contra los responsables de la cárcel. Ni borrar la dimisión, no tan lejana, en el 2018, del director de Brians 1, un hombre bueno como Josep Font, tras las reiteradas e infames amenazas de muerte de parte del funcionariado. Ni tampoco la persecución judicial obsesiva de algunos sindicatos contra Iñaki Rivera, un ataque nada encubierto contra el Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos (OSPDH) de la Universidad de Barcelona que arrancó en el 2004, justo a raíz del motín de Quatre Camins , y que ha visto todas las querellas archivadas. Habría que añadir, en estricto presente, que este mismo enero conocíamos que las contenciones mecánicas en las cárceles catalanas –inmovilizaciones a menudo con sujeción a cama o silla– se han duplicado en cinco años y que la propuesta de debate sobre el uso de sprays para reducir presos o de la inteligencia artificial para monitorizar los perfiles ha marcado la legislatura que ahora se cierra.
Desgraciadamente, todo el debate se ha llevado, metafísica de la guerra cultural reaccionaria, hacia un pretendido buenismo –la palabra más explotada por una extrema derecha caníbal– del que nunca se aclara la alternativa: el malismo? La conciencia de que el mal existe –y que se repite– nunca debería anular, sino al contrario, la conciencia del bien –que también se repite–. Si todos somos Núria es, en el ángulo abierto de todos los dolores, porque todos podemos ser un preso que se suicida, el último desahuciado de la última semana o un migrante ahogado en el Mediterráneo. El viernes Santo el papa Francisco lavaba los pies de doce mujeres encarceladas, mientras en la UE hay medio millón de personas presas en el mundo del mercado libre. Y sí, donde nos falta una cocinera, Núria.