Al final de la fabulosa exposición sobre Miró y Picasso en el museo de la calle Montcada –también hay que ir a la fundación de Montjuïc– hay una breve entrevista a Joan Miró, ya mayor. Le piden qué recomendaría a un joven artista. Responde, conciso: "Trabajar, trabajar y trabajar". Miró y Picasso, dotados de una energía fenomenal, se pasaron la vida trabajando, creando, investigando. Miró investigaba hacia adentro, Picasso hacia afuera. Eran muy amigos. Un día, en una visita de Juan a Pablo, en el jardín del segundo, ante una escultura, Miró dice: “¡Pero si esto es mío!” Y Picasso le responde: "No, es de nosotros". Se amaban, eran fruto de la misma revuelta artística, se copiaban. Eran tan iguales y tan distintos. La entrevista, en francés, acaba con una despedida en catalán dirigida al amigo –sí, entre ellos hablaban en catalán–: “¡Adeu, Pablo, adeu!”
Lo de la catalanidad de Picasso siempre ha incomodado. Su arraigo barcelonés es incuestionable. Se hizo artista aquí, en el ambiente de Els Quatre Gats, donde formaba parte de la mesa de los júniores, los de la segunda generación modernista. O sea, no la de Casas y Rusiñol, a los que admiraba: era el icono de la bohemia. A Rusiñol le hizo hasta veintidós retratos. En Els Quatre Gats, con 18 años, ya expuso dibujos naturalistas y caricaturas. Josep Palau i Fabre es quien mejor estudió esta génesis catalana del pintor malagueño y Eduard Vallès le ha tomado el relevo.
Cuando llegó a Barcelona en 1895, Pablo Ruiz Picasso tenía 13 años. En 1900 realizó su primer viaje a París, donde Ramon Casas lo recibió y ya vio que se quería comer el mundo. En 1904 se instala definitivamente en la capital mundial del arte. Pero como a todos nos sucede, la década catalana de formación y primera juventud le marcaría para siempre. Ricard Opisso o el escultor Pablo Gargallo, autor del famoso busto enclenxinado. También fue íntimo de otro escultor, Manolo Hugué, cuya muerte, en 1945, le desquició. Muchos años antes aún le había afectado más, claro, el suicidio de Carles Casagemas en 1901.
Más amigos: Ángel Soto, Ricard Canals, Isidre Nonell –uno de los que más la influencia de joven–, Anglada-Camarasa –también el marca–, Joaquim Sunyer, Rafael Pichot, Enric Casanoves, Jaime Sabartés, Joaquim Mir. De Mir e Anglada-Camarasa hizo una decena de retratos de cada uno; de Sabartés, cinco. Sabartés acabó siendo su secretario y primer biógrafo. Acumuló mucha obra picassiana, base del museo barcelonés. Pese a negarse a regresar mientras hubiera una dictadura, Picasso quiso que se hiciera el museo de Barcelona, inaugurado en 1963, hace 60 años. La última estancia suya en Cataluña había sido en 1934 y aprovechó para visitar el Museo de Arte de Cataluña, todavía no abierto, especialmente las colecciones del románico, que le impactaron.
También hizo muchos retratos de escritores catalanes a los que trató, leer e ilustrarles obras: Juli Vallmitjana, Josep M. Folch y Torres, Frederic Pujulà, Alfons Maseras, Pompeu Gener, Eduard Marquina... No eran de primera fila. De los mayores, admiraba sobre todo a Joan Maragall –de quien tradujo algunos poemas al francés– y Verdaguer: el día que mosén Cinto murió, de noche y lloviendo, el joven Pablo fue caminando de Els Quatre Gats en Vil·la Joana por velarlo, y después al Ayuntamiento a firmar el libro de pésame.
Picasso entendía el catalán perfectamente y lo hablaba (imperfectamente). A menudo pedía a los amigos catalanes que le escribieran en catalán. Era otro tesoro de su juventud a la que no quería renunciar. En Gósol, donde se inventó el cubismo, ¿qué hablaba si no? Vallès lo dice muy bien: no somos los catalanes los que nos hemos apropiado de Picasso, sino Picasso quien se hizo suya la cultura catalana. De hecho, aquí ha habido a menudo el escrúpulo de no hacerlo demasiado catalán. Pero él no tenía ningún problema con esto, al contrario.