Un barro insoportable

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El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, en una intervención ante los grupos parlamentarios en el Congreso y Senado

Viendo las últimas maniobras descarnadas del PP para descarrilar la futura ley de amnistía, exhibiendo un filibusterismo de la peor especie en el Senado, no es de extrañar que de vez en cuando alguien equipare a España con algunas democracias iliberales del estilo húngaro. El conflicto de atribuciones que pronto planteará el pleno del Senado contra el Congreso de los Diputados es tan surrealista que sólo cabe recordar que fue el propio Senado, controlado por los conservadores españoles, el que se fumó la decisión legítima de la Cámara Baja de Tramitar la proposición de ley por la vía de urgencia en veinte días, lo que constitucionalmente corresponde en exclusiva al gobierno del Estado o al propio Congreso de los Diputados, por la vía de reformar el reglamento del Senado para asegurarse de alargar una tramitación agónica de dos meses, que es lo máximo que permite la Constitución. Dicho con otras palabras: si no fuera porque no había tiempo que perder, quien debería haber planteado el conflicto era el Congreso de los Diputados y no al revés. En fin.

Precisamente hace unos días debatíamos sobre el estado de derecho en España con el amigo Víctor Lapuente, colaborador de estas mismas páginas, en una jornada a la que tuvo la amabilidad de invitarme. Hablamos de la salud del sistema político y de partidos en España. No en vano, como titularon un libro al respecto algunos académicos eméritos, la democracia española es menguante. Se entiende en el sentido de que ha sufrido un desmayo o que languidece. Pero creo que los síntomas que presenta son más graves, propios de una crisis de caballo, y no precisamente por las cuestiones de orden territorial, que desde la óptica independentista quieren reconducirse a la vía de la negociación y el acuerdo , sino por el mal funcionamiento del estado de derecho, de la separación de poderes y del sistema de derechos y libertades. Y nos sumergen en un lodo maloliente e insoportable.

Las razones son diversas. Sin ánimo de ser exhaustivo, y sin querer establecer una jerarquía de importancia, podríamos decir que uno de los excesos del estado de partidos en España es el afán de colonizar las instituciones de control, como pone de relieve el bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, del que dependen nombramientos judiciales trascendentes al Tribunal Supremo ya los tribunales superiores de justicia en las comunidades autónomas, como antes ocurrió con el Tribunal Constitucional, para tratar de retener a la mayoría conservadora incluso después del cambio de signo del gobierno. El caso del Consejo es paradigmático, sin embargo; aquí la derecha españolista plantea, como siempre, un sistema de cooptación gremial o corporativa para aprovechar su hegemonía en el mundo de la justicia, impermeable a la descentralización política y con un sempiterno sistema de acceso clasista.

Otra patología del sistema político español es que cada día más la “democracia de mayoría” pisa la “democracia de consenso”. No es suficiente con hacer elecciones periódicas para legitimar democráticamente el poder. El crédito democrático se gana día a día, en las decisiones que se toman, cuanto más consensuales mejor. De lo contrario, se abusa del decreto ley o de un mecanismo como la prórroga presupuestaria por no tener que convocar elecciones. Claro que la extrema polarización o el bibloquismo imperante ayudan a alimentar esa espiral. La emergencia de fenómenos políticos populistas o ultras que cabalgan sobre el malestar de determinados sectores sociales debido al deterioro de su prosperidad o al incremento de las desigualdades no hace más que profundizar las trincheras y plantar nidos de ametralladoras a su lado . Tristemente, no se vislumbra el más mínimo intersticio de democracia consensual. Basta con ver el parlamentarismo destructivo del que hacen gala tanto el Congreso como el Senado.

Por otra parte, la judicialización de la vida política va in crescendo. Esto tiene que ver con causas estructurales, que se arrastran desde la Transición, y la falta de reformas democratizadoras dentro del poder del Estado, que goza de menor estima social. Pero también responde a causas coyunturales, a lo que se conoce como “el gobierno de los jueces”, expresión acuñada en los años veinte del siglo pasado por el profesor francés Edouard Lambert para describir la experiencia estadounidense del control constitucional de las leyes por parte de los jueces ordinarios siglo antes, y que años venideros haría fortuna para describir la actitud de algunos togados durante la cohabitación francesa Chirac-Mitterrand o en plena tangentópolis italiana. Quiere decir esto que algunos jueces ideologizados deciden, en situaciones más o menos convulsas, y por su cuenta, dedicarse a moralizar la vida política ya corregir lo que a su juicio son los excesos de la clase política. Normalmente por la vía de atribuirse mayor jurisdicción de la que les corresponde, lo que le corresponde al magistrado García-Castellón oa la sala segunda del Tribunal Supremo comandada por Manuel Marchena, hábiles tanto a la hora de retorcer el delito de terrorismo cuanto antes el de rebelión, sedición o malversación, expresión ya no de un derecho penal del enemigo sino de la voluntad de exterminar cualquier tipo de disidencia. Por esta vía, en España el ejercicio de un derecho como el de protesta se convierte en un delito de lesa españolidad.

I last but not least. Otra patología sistémica es la corrupción, que no cesa. Ahora que habrá pronto elecciones, hay que tener presente que se estima que un 80% de la insatisfacción por el funcionamiento de las instituciones se debe a la reiteración de episodios de falta de probidad, que actúan como gran disolvente de la legitimidad democrática y son fuente de desafección. Y es que, más allá de si algunas conductas son inmorales o ilícitas, la corrupción socava la convivencia social, desafía las reglas éticas y genera, como decía Disraeli, una sensación insufrible de que gobernar es el arte del engaño, de servir a los intereses particulares, de adular a los poderosos y de extorsionar a los que no lo son tanto. Por eso la gente se abstiene de votar y tiene en poca estima a los gestores de lo público.

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