Un buen turismo no es un turismo 'low cost'

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Una pareja de turistas se hace una 'selfie ' ante el Mercado de la Boqueria, el 26 de junio en Barcelona.

Germà Bel y Ferran Mazaira acaban de publicar un interesante artículo en la revista económica 5cèntims.cat sobre los efectos de las medidas restrictivas en la creación de plazas hoteleras implantadas por el gobierno municipal de Barcelona a partir del 2015, año en que el nuevo consistorio decretó una moratoria de un año a las licencias para construir nuevos hoteles, moratoria que se consolidaría con la aprobación del Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos (PEUAT).

Los autores estudian el impacto de aquella medida sobre los precios de los hoteles de Barcelona. Para hacerlo, construyen una estimación de lo que habría pasado sin ella, y lo hacen basándose en un análisis muy sofisticado de los precios en 85 ciudades europeas de más de más de 300.000 habitantes entre 2011 y 2017. La conclusión, sintéticamente, es que la congelación de licencias encareció los precios de los hoteles barceloneses entre un 34% en temporada alta y un 16% en temporada baja.

Obviamente, que la congelación haya hecho subir los precios no resulta sorprendente. Cualquier mercado donde se restrinja la oferta tenderá a experimentar un aumento de precios por encima del que se habría producido sin la restricción. El valor del trabajo que tenemos entre manos no consiste, pues, en la detección de este efecto, sino en su medida, y el estudio permite concluir que ha sido importante.

A partir de aquí, podemos plantearnos cuatro cuestiones.

La primera es si el gobierno municipal preveía o deseaba este efecto. Los autores lo ponen en entredicho, pero esto constituye una cuestión, más psicológica que política, que me parece que tiene poco interés.

La segunda es si este efecto es socialmente positivo. A mí me parece que sí, y trataré de justificarlo.

Todos nos llenamos la boca hablando de la necesidad de un turismo “de mayor valor añadido”, lo cual tiene mucho sentido. Ahora bien, lo que gastan los turistas es la suma del valor añadido y del coste de lo que consumen, y lo que consumen es sobre todo transporte (amortización de aeronaves, combustibles), alimentos y compras de productos (la inmensa mayoría de los cuales son de importación, tanto si los compran en el Passeig de Gràcia como en La Roca Village). Lo miremos como lo miremos, es imposible aumentar el valor añadido del turismo sin aumentar los precios que paga. En este sentido, hay que celebrar el aumento de los precios de los hoteles donde se alojan y hacer lo posible para evitar que la depresión pospandemia lleve al sector a una competencia de precios a la baja que nos perjudicaría a todos.

La tercera cuestión es si aquellos aumentos habían sido excesivos; no fuera caso que, por querer aumentar el valor añadido, estranguláramos el sector (o, dicho de otro modo, matáramos a la gallina de los huevos de oro).

El artículo en cuestión no entra a considerar este aspecto. Aun así, una observación superficial de los precios prepandemia resulta tranquilizadora. En efecto, es cierto que los precios de los hoteles barceloneses eran algo más caros que los de Madrid o de la mayoría de las ciudades alemanas, pero eran algo más baratos que los de ciudades como Praga o Budapest, bastante más que los de Viena o Amsterdam y mucho más (del orden de la mitad) que los de París, Londres, Roma o Estambul.

La última cuestión es quién se beneficia y quién se tendría que beneficiar del aumento de los precios. El valor añadido es la suma de tres componentes y un sujeto diferente se apropia de cada uno de ellos: los empresarios (mediante el aumento de los beneficios), los trabajadores del sector (mediante la mejora de su remuneración) y la colectividad (mediante el aumento de los impuestos que pagan los hoteles). Es obvio que en primera instancia los beneficiarios de la restricción han sido los hoteleros. En cuanto a los salarios, tenemos que recordar que el sector turístico paga muy por debajo de la media y, por lo tanto, que el aumento de precios, aunque no garantice que el sector pague mejor, al menos lo hace posible (y, para ser justos, hay que recordar que en aquellos años el sector renunció al escándalo de la subcontratación de personal de limpieza de habitaciones, las kellys). En cuanto a los intereses colectivos, tenemos que tener presente que la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona acaban de aprobar respectivamente un aumento de la tarifa y un recargo del impuesto turístico, de forma que una noche en un hotel de 5* está pasando de generar 2,25 euros a las arcas públicas a generar 7,5.

En definitiva, lo que se está haciendo con los hoteles barceloneses es lo mismo que hacen todas las denominaciones de origen vitivinícolas que quieren preservar la calidad de sus productos y la prosperidad de los que viven de ellos: restringir la producción. La medida es buena, la cuestión es cómo nos repartimos equitativamente sus frutos.

Miquel Puig es economista

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