Hace meses que el asesinato perpetrado por el cocinero Daniel Sancho se ha convertido en uno de los casos más golosos para los medios de comunicación. Parte del impacto radica en que el acusado es hijo del popular actor Rodolfo Sancho. La atrocidad del crimen, descuartizando el cadáver, contrasta con el estatus social y el atractivo mediático de padre e hijo.
El jueves comenzó el juicio en Tailandia y, en el colmo del cinismo televisivo, a la misma hora la plataforma HBO Max estrenó una docuserie en la que el padre del chico se sienta frente a la cámara para dar su versión de la historia. Esta primera emisión deEl caso Sancho lo han bautizado como Episodio cero, como si fuera la génesis narrativa, la esencia del caso. Para curarse en salud, la producción anuncia con un letrero al inicio que la serie dará más versiones y perspectivas y que el resto de capítulos se emitirán una vez se haya dictado la sentencia.
La docuserie viaja hasta Fuerteventura, lugar de residencia del padre del acusado. El espacio se nos presenta como un sitio árido y solitario, en medio de las dunas y los desiertos, casi como un paisaje simbólico. Pero también está envuelto de un cierto glamour visual. Rodolfo Sancho, en una actitud más bien descomida, se sienta frente a la cámara, y todo lo que vemos a continuación desdibuja la línea que separa la realidad de la ficción. Existen factores visuales que activan la percepción de una interpretación. Como si viéramos la recreación de una historia real protagonizada por un actor. Rodolfo Sancho se expresa con una chulería y una prepotencia que sorprende al espectador, quizá en un acto inconsciente de protegerse del esperpento del que está participando. Ya se entiende que los gastos económicos para salvar a un hijo de la pena de muerte en Tailandia deben ser abundantes y que la docuserie de la HBO le habrá parecido la puesta en escena más sofisticada para hacer el papel de estraza. Sancho, con una frialdad inquietante, no para de hablar de sí mismo: "Yo me pongo en marcha rápido", "Y ya sabía lo que tenía que hacer", "Es que al final es eso: un padre luchando por su hijo". Sancho incluso se ampara en la filosofía para convertir la situación familiar en una especie de epopeya épica delirante: “Como dijo Séneca, compadezco a esa persona que nunca ha vivido un momento malo porque nunca va a conocer su potencial. Me encanta esta frase. Es muy aplicable. Yo tengo todos estos conceptos en la cabeza y me da herramientas”. Sancho ha convertido la desgracia en una excusa para interpretar el papel de paladín de una gran hazaña: “Yo levanto toda la vida preparándome para eso. Toda mi vida. Está muy bien el trabajo... Pero el proyecto mental, el proyecto de ser, es para mí lo importante”. En un ejercicio memorable de psicología barata, justifica los instintos más primarios para describir su actitud personal: “El animal no piensa en futuro. Al animal, lo acorralas y lucha”. El actor no deja de reiterarse en el “yo” y se refugia en una mística impostada que desprende cierto aroma narcisista. Todo ello contrasta con la desgracia que vive el personaje. Es esperpéntica la puesta en escena edulcorada y esteticista que ha recreado la plataforma. Se suma a la inercia de atribuir glamur a un caso sórdido, morboso e injustificable y potenciar esa fascinación superficial y engañosa en torno a los estereotipos de masculinidad tan hegemónicos y comerciales que representan a padre e hijo. No se trata sólo de la sensación de que la serie documental es un recurso a la desesperada para recaudar dinero. Es la incomodidad de ver a un hombre que aprovecha la atrocidad de su hijo para erigirse en héroe y proteger su imagen.