Dos personas grandes sentadas en un banco
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En pleno mes de agosto, cuando las noticias son efímeras o muy importantes pero demasiado lejanas, es un buen momento para pensar en problemas importantes, cercanos y de los cuales no se habla porque los de difícil solución siempre se dejan para más adelante. Los conflictos entre generaciones son de este tipo. Hemos hablado mucho en relación de los impactos del covid-19. Se mencionan cuando se habla de la sostenibilidad de las pensiones. Vuelven a salir al tratar la precariedad laboral. También de las dificultades en el acceso a la vivienda. A veces sale algún dato estremecedor como la proporción de jóvenes “senior” que viven en casa de sus padres por la imposibilidad de emanciparse. Son todos problemas que levantan pasiones y pronunciamientos tan contundentes como incoherentes.

La situación que sufrimos a escala catalana, extrapolable a escala española, es que disponemos de las generaciones mejor educadas –las que han disfrutado de la universalización educativa a todos los niveles– pero estas generaciones no encuentran las oportunidades laborales, profesionales y empresariales que tuvieron sus padres y madres. En general, no lograrán los niveles de bienestar material que ellos tenían. Pueden disfrutar de entornos más tolerantes y de más libertad personal, pero no más prósperos. Las generaciones que lograron la mayoría de edad antes de las primeras elecciones formalmente democráticas –las de 1977– han disfrutado de mejoras radicales en sus derechos políticos, sociales y económicos. En general han podido superar bastante bien las crisis económicas y aprovechar bastante bien las etapas de prosperidad. Pueden disfrutar de buenas pensiones de jubilación y de buenos servicios sociales. Ciertamente, la valoración es estadística e incluye una gran dosis de variabilidad. 

La fuerte caída de la natalidad que se produjo después de 1975 provocará que la población de, aproximadamente, menos de cuarenta y seis años no pueda obtener durante muchos años a venir (¡décadas!) una mayoría electoral que le permita ganar ninguna contienda contra la población que nació antes de 1975. No es que las confrontaciones electorales se produzcan así, con esta divisoria, pero cada vez se producirán más de este modo. Los partidos ganadores representarán, especialmente a escala española, que es donde se decide la política de pensiones, los intereses de los pensionistas, que siempre son votantes movilizados (mucho más que los jóvenes) y muy conscientes de sus intereses económicos (a diferencia de los jóvenes). Los perdedores representarán los intereses de los que no podrán disfrutar de derechos de pensión comparables a los de los actuales pensionistas. El desequilibrio demográfico es y seguirá siendo tan fuerte que ningún partido que aspire a ganar elecciones desafiará esta evidencia numérica. 

Lo mismo que pasa con las pensiones pasa con el modelo dualista de contratos laborales, donde coexisten contratos laborales buenos, propios de la gente más mayor y de una minoría de los jóvenes, y contratos precarios, propios de la gente más joven. Ningún partido se atreve a poner en cuestión el dualismo laboral, que es una de nuestras grandes vergüenzas colectivas, pero que no discute nadie con aspiraciones políticas, sea cual sea su ideología o su identificación nacional. De hecho, tanto en el Congreso de Diputados como en el Parlament de Catalunya hay temas tan transversales, que todo el mundo –sí, todo el mundo– los vota favorablemente, como la subida de las pensiones (en Madrid) o la de los sueldos de los empleados públicos (en Madrid y en Barcelona). Reflejan cuidadosamente las mayorías demográficas y la convicción de que no se pueden desafiar sin quedar políticamente apestado.

Pero ni las pensiones serán sostenibles ni los sueldos del sector privado serán remuneradores si no cambiamos colectivamente las reglas del juego. Habría que incentivar sustantivamente el retraso en la edad de jubilación y los contratos de carácter indefinido. Habría que desincentivar las jubilaciones anticipadas y los contratos precarios. Lo más importante para mejorar la productividad y las remuneraciones es la incentivación de los contratos indefinidos. Son necesarios para volver a hacer que los empresarios apuesten por sus empleados y que los empleados apuesten por sus empresas. Esta doble apuesta se traduce en formación dentro de las empresas y en la convicción que trabajadores y empresarios, dentro de cada empresa, estarán interesados en colaborar a largo plazo. Es una condición que no es fácil de lograr, pero es la que fundamenta todas las sociedades con economías de alta productividad y de alta remuneración. La alternativa es ir transformando toda la sociedad en un océano de baja productividad, de trabajos precarios y de beneficios solo especulativos. Ya sabemos qué da de sí, y no nos gusta.

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