Todo cambia a nuestro alrededor. Las etapas vitales de trabajo, formación y jubilación, sirven poco para encarar la buena noticia de la longevidad o la necesidad de seguir formándonos para trabajar o para entender lo que ocurre. Cada vez vivimos más años y las tramas familiares son cada vez más pequeñas e inestables. Hay más gente que vive sola o poco acompañada. Tenemos poco tiempo para ir de compras al barrio o al mercado y son muchos los que lo hacen a distancia y los llevan a casa. Los vecinos cambian a menudo. Cada vez hay más pasavolantes y más gente recién llegada que debe crear vínculos y saber dónde se hace qué. Cuanto mayor la ciudad, más se nota lo de vivir entre desconocidos. Ésta es una característica apreciada de las ciudades. Más anonimato, mayor libertad para ser como quieras. Pero, como ocurre a menudo, todo lo que son ventajas para unos, son problemas para otros.
Las ciudades están llenas de oportunidades para aquellos que tienen los recursos para aprovecharlas, pero son espacios hostiles para aquellos que por edad, por condiciones familiares, porque acaban de llegar, por falta de recursos básicos o por temas de salud necesitan ser ayudados. Es aquí donde los cuidados, la compañía, la familia, la vecindad o la amistad juegan un papel central. En una sociedad que cada vez sitúa la capacidad individual de hacer y deshacer como valor esencial, resulta complicado aceptar que somos interdependientes. Que nos necesitemos. Y esto significa hablar sobre a quién cuidamos, quién cuida, a quién cuidaremos, quién cuidará. Las carencias en este sentido son tan claras que no es casual que de repente aparezcan más “empresas cuidadoras”.
Las políticas sociales y de bienestar fueron pensadas y puestas en práctica en una situación muy distinta a la actual. Momentos en los que el trabajo estable, la familia amplia y el lugar de residencia permanente acompañaban a las prestaciones públicas. Ahora es necesario repensarlo todo desde la lógica del cuidado y la atención personalizada y desde el reconocimiento de que la diversidad no es un fenómeno pasajero. La pandemia nos hizo dar cuenta de que las concepciones universales, despersonalizadas y anónimas funcionan cada vez menos. Debemos celebrar que nos vayamos dando cuenta de que lo que “el cariño no tiene precio” esconde una concepción profundamente machista y de desconsideración sobre nuestras vulnerabilidades y la necesidad que tenemos unos de otros.
Hace años que hablamos de atención centrada en la persona, de la significación de la implicación comunitaria en temas de cuidado, de la importancia de los equipamientos de proximidad para favorecer formas más ricas e integrales de cuidado y atención. Las experiencias en diversos lugares de Cataluña, como por ejemplo El Prat o la Garrotxa, muestran resultados muy positivos. En Barcelona las pruebas piloto iniciadas bajo el nombre genérico de Vila Veïna han puesto también de relieve el valor añadido que tiene implicar a la comunidad más cercana para encarar demandas cada vez más complejas y llenas de matices. La posibilidad de trabajar desde el barrio, combinando y haciendo más accesibles a personas y familias los recursos existentes en el territorio, es la clave. Sea gente mayor con problemas de deterioro físico, cognitivo o emocional, personas dependientes, grupos de crianza o encuentros y actividades para personas con dedicación muy grande al cuidado de los demás. Son algunos de los ejemplos desarrollados en lugares como Trinitat Vella, Vilapiscina, Carmel, Ciutat Vella o la Marina. Destaca también la experiencia más específica de Madres Vecinas, que, como se hizo en Berlín, forma madres de orígenes diversos que ya llevan un tiempo en la ciudad para que acompañen a otras madres recién llegadas para facilitar su acceso a servicios y recursos, y hacerlo con la proximidad y complicidad que da el hecho de compartir trayectorias de migración.
Aunque está en marcha un primer análisis de los resultados de estas experiencias, lo cierto es que se han ido creando redes significativas de vecinas, profesionales y voluntarios que parecen en peligro por la finalización de los contratos existentes. Es importante destacar que son iniciativas pioneras e inspiradoras en un mundo en transformación. Es muy positivo el aumento de la longevidad, así como que hay más mujeres que trabajan fuera de casa. Pero esto debería movernos para evitar que el necesario trabajo de cuidado y atención que muchas personas y colectivos necesitan no acabe sólo en manos de las instituciones públicas o del mercado. El reto es combinar recursos, personas y espacios incorporando la calidad y grosor de cuidado que dan la red de recursos vecinales y comunitarios. Sólo así evitaremos el enquistamiento de los problemas que la individualización y la fractura o erosión de las estructuras familiares y sociales genera. Quizás todavía estamos a tiempo.