El sábado 19 de marzo hubo una visita guiada en Narcohumanisme, la exposición del Bòlit, centro de arte contemporáneo de Girona, comisariada por Eloy Fernández-Porta y Núria Gómez Gabriel, de quienes he aprendido mucho desde que les hice el encargo y que han abierto un amplio debate sobre nuestra relación con los estupefacientes legales e ilegales, fuera de toda moralización posible. La visita acabó con Eloy Fernández-Porta recordando como su abuela utilizaba los botes de los optalidones para hacer los círculos de sus piezas de ganchillo. Los optalidones eran unos barbitúricos, unos ansiolíticos, que se prohibieron por sus efectos adictivos y que se compraban en las farmacias sin prescripción médica.
Una de las visitantes –gente que venía de fuera de Girona curiosa por el tema– preguntó si había estudios sobre la vinculación entre la farmacopea y la perspectiva de género, más concretamente sobre la relación entre los medicamentos, las amas de casa y las prácticas de automedicación vinculadas con la depresión. La estrecha familiaridad entre la depresión y el género se puede encontrar en el pionero libro feminista La mística de la feminidad (1963) de Betty Friedman, donde hablaba de las condiciones psicosociales de las amas de casa después de la Segundo Guerra Mundial en los Estados Unidos. De todos modos, aunque describa toda la sintomatología de una depresión, la palabra solo sale de forma tangencial en un par de ocasiones. Si el nombre hace la cosa, la falta de nombre también hace la no cosa, por eso no es extraño que el primer capítulo se titule “El problema que no tiene nombre”. Empiezo a indagar y encuentro varios artículos sobre el tema en la última década: Estambul, Corea, Europa, las mujeres cuidadoras, reunidas en un mismo ecosistema de desaliento colectivo e interclasista. La gran depresión.
Una buena pista cae del libro Narcocapitalismo (2018), de Laurent de Sutter. En el capítulo “Tragando la píldora”, habla de las píldoras anticonceptivas, inventadas en 1957, a pesar de que Paul Preciado, en su libro de culto Testo yonqui (2008), las databa en 1946, es decir: apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial. Preciado dijo que, a partir de entonces, el estrógeno se convirtió en la molécula farmacéutica más usada de toda la historia de la humanidad. Según De Sutter, las píldoras modificaron radicalmente el funcionamiento del cuerpo a través de la intervención sobre la progesterona (hormona implicada en la fertilidad), puesto que por primera vez en la historia las tomaban individuos que no estaban enfermos. Es decir, a través de la pastilla, una mujer perfectamente sana se volvía a sí misma enferma. La píldora enseguida manifestó efectos secundarios, una desexcitación, una pérdida del deseo sexual, tal como pasa también con los antidepresivos. Este es, precisamente, el diagnóstico al cual llegó en 2016 un grupo de investigación danés después de trece años de estudio y cuyos resultados publicó la revista científica JAMA Psychiatry. La conclusión era que la depresión afecta más a las mujeres que a los hombres y que la pastilla anticonceptiva –herramienta del narcocapitalismo de reprogramación psicopolítica del individuo, según De Sutter– tiene que ver, sobre todo en las adolescentes.
Sigo buscando. Encuentro un vídeo titulado Anxiety-The relaxed wife, también de los años cincuenta, producido por Chas. Pfizer & Co. Inc., una empresa de químicos fundada por Charles Pfizer que comercializó pesticidas, detergentes y productos para limpiar heridas durante la guerra y que, actualmente, es una de las principales empresas proveedoras de vacunas contra el covid, la Pfizer. El vídeo vende un ansiolítico llamado ataraxia para que el trabajador modélico siga siendo productivo sin perder ni el sueño ni el buen humor ante los titulares catastrofistas de la prensa, de tal manera que el dinero pueda llegar sin inquietudes. En paralelo, la esposa es quien ofrece las instrucciones a su marido sobre cómo relajarse mientras ejecuta sin freno trabajos domésticos. La mujer es una autómata, una especie de espectro al servicio de los cuidados, o quizás es una encarnación de la mujer de casa alienada, sedada, en una impecable prisión con barrotes de oro y eslóganes convincentes.
Cuando hice el documental Casa de nadie (2017), pude estudiar algunas comunidades envejecidas. En el geriátrico de Sant Andreu de Palomar, la mayoría eran señoras mayores –las mujeres viven más– que consideraban que vivían demasiados años gracias a pastillas que se les alargaban, innecesariamente, unas vidas demasiadas recosidas de pérdidas. En una de las reuniones de trabajadoras del geriátrico, las cuidadoras pusieron sobre la mesa el hecho de que muchas de ellas iban empastilladas para soportar el dolor físico y emocional del trabajo. Entonces recordé el documental Organizar lo imposible (2017), sobre las Kellys, la asociación de camareras de piso, que describen cómo su trabajo les daña precozmente el cuerpo debido al contacto permanente con productos tóxicos. Todos estos perfiles laborales protagonizados por mujeres –amas de casa, cuidadoras, camareras de piso…– tienen que ver con aquello que decía Mari Luz Esteban, que cuanto más cuida una mujer, más contribuye a su precariedad económica, y –añadimos– cuanto más lo hace, más en riesgo pone su salud física y mental.
Esto no quiere decir dejar de cuidar, simplemente es un indicador de que vivimos en un modelo socioeconómico, político y cultural que no pone en valor las curas, por muchos eslóganes que nos atraviesen (“¡Cuidemos! Cuidémonos”, canta el covid ). Una sociedad que, como la describe Júlia Montilla en su obra Say yes! (2010), delega los cuidados, las relaciones afectivas y el trabajo reproductivo a las farmacéuticas; un mundo-farmacia, una ciudad donde las pastillas son una especie de protocolo silencioso, los ladrillos de su cuerpo técnico. Estaría bien que esta voluntad de cuidarse volviera a un contexto precovid, recuperar el debate complejo de los cuidados, de las mujeres que nos curan, de este tema de alcance social y global.