Abascal, en el acto a Madrid  de este sábado
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Baruch Spinoza era ateo. Sin matices: ateo. Pero tuvo que cubrirse con el manto del panteísmo (cuando dios es todo, en realidad es nada) porque, pese a vivir en los Países Bajos, uno de los territorios más tolerantes de Europa durante el siglo XVII, la libertad de expresión tenía límites: la blasfemia constituía delito.

A los 24 años, Spinoza fue expulsado de la comunidad judía. Publicó de forma anónima el Tratado Teológico Político y evitó con el mayor cuidado irritar a las autoridades protestantes, que habían acogido a miles de hebreos expulsados de la Península Ibérica. Fue inútil: en 1678, un año después de su muerte, todas sus obras fueron prohibidas por el gobierno de los Países Bajos. En 1679 se incluyeron en el Índice de Libros Prohibidos por el Vaticano.

Spinoza, como señala su estudioso (y crítico) Leo Strauss, hizo cuanto le fue posible por oscurecer su prosa y enmarañar conceptos: una forma típica de soslayar los peligros que entraña pensar de forma pública. Su Ética, por ejemplo, podría haber sido mucho más legible. No lo es. Cuesta una vida, con suerte, desentrañarla. Aun así, los rastreadores de blasfemias detectaron que esos textos oscuros estaban lejos de la fe y demasiado cerca de la razón.

Las religiones monoteístas tienen estas cosas. Y siguen teniéndolas. En varios estados del país que se considera patria de la libertad (Kentucky, Luisiana, Misisipí, Tennessee, Florida y otros) hay grandes dificultades para enseñar en las escuelas la teoría de la evolución. Cuando se hace, debe hacerse en paralelo con la enseñanza del Creacionismo (la Biblia como fundamento de la ciencia) y con ese eufemismo llamado Diseño Inteligente. Tengo derecho a decir que me parece un ejemplo supremo de hasta dónde puede llegar la estupidez colectiva, sin que se me acuse de cristianofobia. Hay cristianos de todo pelaje.

El otro día entrevisté en Madrid (con público) al escritor y académico Amin Maalouf. Tras la charla se abrió un turno de preguntas que, como suele ocurrir, fue monopolizado por un caballero carente de dudas y necesitado de soltar su discurso. Nada nuevo. Entre otras recriminaciones, el caballero criticó que hubiéramos hablado durante un par de minutos del “terrorismo islámico”. Esa cosa, según él, no era más que un constructo racista. Y sobre el auditorio quedó flotando la miasma de esa acusación tan cutre que llaman “islamofobia”.

Las críticas a la religión, en general, forman parte al parecer de lo discutible. El asunto cambia cuando la religión, en concreto, es el islam. Ahí nos incomodamos. Recordar que existe un terrorismo islámico es percibido como un ataque a miles de millones de musulmanes que practican su religión en paz y sufren en primera línea los desvaríos yihadistas. Absurdo, ¿no?

Islam e inmigración conforman el perímetro exterior de lo que puede hablarse. El otro día, un periodista, Juan Soto Ivars, publicó un texto razonable (e inocuo) sobre algunos comportamientos de determinados inmigrantes jóvenes. ¡Oh, blasfemia! Muchos se le echaron encima por “comprar el argumentario de la ultraderecha”.

Veamos: el argumentario de la ultraderecha incluye deportaciones y expulsiones, paranoias sobre “la gran sustitución”, prioridades nacionales, xenofobia a porrillo e incoherencias múltiples. Es muy fácil detectarlo. Y es muy fácil distinguirlo de lo debería ser un debate normal (con sus sarcasmos y exageraciones) sobre el encaje de la inmigración, como sobre cualquier otro fenómeno contemporáneo. Se puede ser consciente de la necesidad de la inmigración, y de que los inmigrantes son personas provistas de derechos, y apuntar que tal cosa o tal otra, como, por ejemplo, la hipocresía de un cierto progresismo (“no hablemos de lo que da votos a la derecha”), nos retrotrae a los viejos mecanismos de la excomunión por blasfemia.

No hemos vuelto al siglo XVII, por supuesto. Se puede discutir sobre cualquier asunto. Pero cuando se aborda alguno de los tabúes que, de un lado u otro, constituyen banderas de la llamada “guerra cultural” (religión, aborto, inmigración, memoria, nación, etcétera), saltan los anatemas. ¿Quieren saber por qué no le va tan bien a la izquierda, y no tan mal a la ultraderecha? Porque la izquierda practica aquello que siempre denunció Noam Chomsky: discutir mucho sobre aquello que queda dentro del marco “aceptable”, y no mencionar lo que queda fuera.

A la nueva ultraderecha le basta con decir burradas “fuera del marco” para parecer librepensadora, en contraposición con la izquierda. Ese gran error de apreciación sólo puede acarrear problemas.

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