A lo largo de estos últimos meses la economía europea ha recibido el diagnóstico de dos italianos de renombre: Enrico Letta, ex primer ministro italiano y, esta semana, Mario Draghi, antiguo presidente del Banco Central Europeo. Nos hablan de una Europa en decadencia y, como señal, tenemos que su gran potencia, Alemania, después de meses de parálisis, se acerca a la crisis económica. Ya hace muchos años que Europa no crea grandes empresas y está cada vez más arrinconada a la sombra de los gigantes estadounidense y chino.
El diagnóstico es común en ambos informes: Europa ha dejado de ser un motor de crecimiento y de innovación. Y la gran causa es la productividad, lo que producimos con las horas que trabajamos. Los trabajadores y trabajadoras europeos generamos menos, con las mismas horas de trabajo, que los estadounidenses. Y esto se explica principalmente por la tecnología. Europa sigue invirtiendo en investigación e innovación en las mismas industrias en las que invertía hacía décadas, principalmente la automovilística. EEUU, por el contrario, ha sabido surfear a su favor la ola digital. Y la competitividad de China, por ejemplo en la producción de baterías eléctricas, es incuestionable.
Pero para Europa, actuar como única potencia es muy difícil. Tanto en el ámbito político como en el económico. Esto afecta a mercados clave para el desarrollo empresarial, como los financieros y los de la energía, y resulta en unos elevados costes para los consumidores y en una pérdida de poder estratégico. Y Letta también destaca los riesgos de la (sobre)regulación como lastre de la economía y la innovación. Garantizar los valores europeos y los derechos y libertades individuales no debería ser incompatible con la agilidad de los trámites. Tanto Draghi como Letta –y la propia Comisión Europea– ven en la transición verde una forma no sólo de dar respuesta a la limitación de recursos, sino también de reimpulsar la economía.
Las soluciones a esta situación pasan, por tanto, por una gran inversión en innovación y tecnología y por ligarla a la transición energética. Una inversión que debe pagarse, y no es barata. De hecho, el informe de Draghi le estima en 800.000 millones de euros al año. Tomar decisiones en la Europa de los estados es lento y complicado, y son varios los países, como Alemania y Países Bajos, que ya han dicho que no están dispuestos a asumir ese coste con dinero público. Pero no podemos olvidar la experiencia de los últimos cinco años. Por un lado, con la caída de los discursos euroescépticos después del Brexit. Y, por otro, con el plan de recuperación impulsado por la UE para superar las consecuencias de la pandemia. Ante la urgencia de una crisis de grandes dimensiones, Europa supo actuar conjuntamente y logró que el impacto de la cóvid-19 fuera mucho más reducido de lo esperado. Ahora toca saber hacer lo mismo ante un riesgo que, si bien no tiene la emergencia de la enfermedad o el confinamiento inmediato, tiene una mayor magnitud.
La diagnosis es clara y la receta habrá que ver cómo se paga. Pero el coste de no hacerlo es mucho mayor. Si no se revierte, una anemia de productividad es una pandemia para la economía.