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De los muchos relatos interesantes que tiene la historia, hay uno que siempre me ha intrigado. Se sitúa en el siglo XVI y habla de la decoración pictórica de la Capilla Sixtina de Michelangelo Buonarroti. Como es conocido, la obra representa escenas bíblicas, pero para la época tenía un problema: había demasiados desnudos, que fueron censurados con unos ridículos velos que se mantuvieron 400 años. Algunos todavía están. Para el gusto de la época, igual que en Facebook u otras redes sociales ahora, los desnudos son inaceptables.

Ahora encontramos ridícula la decisión del papa Pío IV avalada por el Concilio de Trento. Igual que nos aterra que Galileo, unos años más tarde en el siglo XVII, estuviera a punto de sufrir una horrible condena por decir que la Tierra gira alrededor del Sol. Quien lo condenó no pidió perdón hasta el siglo XX, cuando no pocas personas están negando actualmente que la Tierra sea redonda o que el ser humano sea el resultado de la evolución. También en nuestra época se han destruido o cubierto imágenes por motivos religiosos, y no puedo negar que da un poco de miedo incluso hablar de ello. Una tragedia. Igual que para mí lo fue ver hace veinte años en Cuba cómo mucha gente no se atrevía a pronunciar el nombre de Fidel Castro en voz alta, y cuando se referían a él hacían un gesto con la mano en la barbilla simulando su barba.

Manifestación en Barcelona ante la sede de la Delegación del Gobierno español, el 30 de enero, contra el encarcelamiento de Pablo Hasél.

He hecho todo este recuento para mostrar que, desgraciadamente, en todas las épocas se censuran palabras, pensamientos o imágenes. Me vienen a la cabeza las frases del inmortal Ovidi Montllor, cuando hablaba de la gente a quien no le gusta que se hable, se escriba o se piense en catalán, que era exactamente la misma a quien no le gusta que se hable, se escriba o se piense.

Y tenía toda la razón, porque cuando alguien afirma que no se puede expresar un pensamiento, lo que quiere es que no exista el pensamiento ni siquiera. Se puede coincidir con estas personas en el hecho de que los pensamientos contrarios a los derechos fundamentales, como por ejemplo los machistas, homófobos o racistas, son rechazables. Pero la cuestión es ver cómo luchar contra estas ideologías. Prohibir pronunciar ciertas palabras no es la manera, por mucho que algunos crean que han hecho algo importante imponiendo maneras de hablar. No son pioneros, además. Al franquismo, en cierto momento, le molestó que el cuento de Perrault se llamara en castellano “Caperucita Roja” y propuso “Caperucita Encarnada”, como si Caperucita hubiera podido ser comunista cuando fue creada en el siglo XVII. Nuevamente ridículo y terrible, como cuando algunos exaltados en la Guerra Civil quemaron imágenes de santos pensando que así combatían el poder de la Iglesia. No faltan ejemplos por todas partes.

Y continuarán. Ahora Disney y otras plataformas han censurado Dumbo y otras historias porque tienen contenidos racistas, igual que también se han puesto en cuestión algunos cuentos de Tintín, o se juzgó a una pobre chica por hacer un chiste de Carrero Blanco. O se ha dado fama a cantantes o poetas que nunca la habrían tenido por estrofas o tuits que podrían haber estado en cualquier canción que escuchábamos en los ochenta, época dorada, por cierto, cuando por fin todo dejó de ser “chabacano”, “soez” o “irreverente” y pudimos empezar a disfrutar del cine de Almodóvar, Bigas Luna, las parodias de Boadella o las letras de Kortatu, Loquillo y los Trogloditas, Sex Pistols o Albert Pla, por poner algunos ejemplos, a pesar de que hubo docenas y el arte –y la libertad– lo agradeció. Igual que la gente de la época debía de agradecer que Manet pintara una mujer desnuda al siglo XIX, como lo hizo Botticelli en el siglo XV después de un larguísimo periodo de puritanismo insoportable, que no llevó a ninguna parte más que a hacer la humanidad más oscura al tener menos libertad. La lista es inacabable, y si tenemos que hablar de homofobia nos podríamos referir a Oscar Wilde, exiliado en París por ser homosexual, muerto en la indigencia en 1900 a los 46 años. O a Alan Turing, el descubridor de la inteligencia artificial, muerto a los 41 años en 1954 después de la misma acusación que Oscar Wilde. Su deceso continúa siendo una incógnita. Suicidio, asesinado, tanto monta. Sin aquella acusación estúpida habría vivido más años de ciencia provechosa. Si hablamos de racismo no olviden a Mandela ni otros héroes de la igualdad. Y si se trata de machismo, no dejen de pensar en Mileva Maric. No la conocen, ¿verdad? Fue la primera esposa de Albert Einstein. Busquen un poco sobre su vida y verán un olvido machista irreparable.

No podemos borrar el pasado ni tenemos que hacerlo. Tenemos que conocerlo y aprenderlo, a cualquier edad. Y rechazar lo que sea contrario a los derechos fundamentales con la cultura y su inherente persuasión, no con la censura y la intolerancia, que nunca han conseguido nada más que oscuridad. Y mucho menos con la prisión. Prisión por hablar, cantar, componer, por decir el que se piensa... Sí, hablo de Pablo Hasél.

Jordi Nieva-Fenoll es catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona

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