El expresidente de la Comisión Europea Jacques Delors dijo una vez que los alemanes creen más en el Bundesbank que en Dios. Pero hace años que los alemanes tienen una crisis de fe profunda en su país y en quienes le dirigen. Les cuesta reconocerse cuando se miran en el espejo. La reunificación, la globalización, la inmigración, el envejecimiento demográfico y una nueva sensación de inseguridad han cambiado al país.
Alemania sigue siendo el poder imprescindible de Europa, pero sus dudas existenciales, desde la salud de su sistema democrático hasta la viabilidad de su modelo económico, pesan sobre toda la UE. La victoria hace una semana de Alternativa para Alemania (AfD) en las elecciones regionales del land de Turingia es parte del retrato europeo.
Por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un partido de extrema derecha ha ganado unas elecciones regionales en Alemania, y las tres formaciones de la coalición federal del canciller Olaf Scholz salieron escaldadas: los socialdemócratas se hundieron hasta el 7% en Turingia, su peor resultado en unas elecciones regionales desde 1945, y los verdes y liberales no llegaron al umbral del 4% para conseguir representación en el Parlamento regional.
Los votantes castigaron a un gobierno profundamente impopular, marcado por las peleas internas y culpabilizado de todos los males del país: desde la alta inflación hasta los problemas de competitividad industrial; desde la inmigración descontrolada hasta el coste social y económico de las políticas climáticas. Alemania concentra, en estos momentos, buena parte de los quebraderos de cabeza que afrontan muchos gobiernos europeos.
La victoria de AfD explica mucho más que los fracasos acumulados durante más de tres décadas de reunificación alemana. El peso del oeste y de la búsqueda de una identidad propia han ensanchado la fractura entre las dos Alemanias. Pero no es sólo una revuelta contra el discurso dominante. Ni siquiera se explica únicamente por la desmemoria y por el sentido trágico de la historia, que ha otorgado una victoria electoral a un personaje, Björn Höcke, jefe de AfD en Turingia, condenado dos veces por utilizar conscientemente eslóganes del nazismo.
Hace más de una década, el exministro alemán Joschka Fischer ya advertía del peligro de una Alemania con amnesia.
La extrema derecha es una realidad europea. Gobierna Hungría, Italia y Países Bajos. El Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) se prepara para una victoria electoral histórica en las elecciones parlamentarias de finales de septiembre. La estabilidad del nuevo gobierno francés de Michel Barnier está en manos de Marine Le Pen y del apoyo u oposición que Reagrupament Nacional quiera ejercer en la Asamblea Nacional.
Las nuevas mayorías están redefiniendo una UE cada vez más cuestionada, porque la ingeniería social que permitió la creación del estado del bienestar europeo ha dejado de ser un instrumento de integración equitativo. Alemania, por ejemplo, es uno de los países más desiguales de Europa en la distancia entre los más ricos y los más pobres. La sanidad no se ha rehecho de las heridas de más de una década de crisis, y el acceso a la vivienda sigue siendo un problema europeo, un desafío para la emancipación de los jóvenes y una carga para unos salarios obligados a la contención permanente.
Un estudio publicado por SciencePo en 2021 ya aseguraba que aunque el aumento del voto de la derecha radical no es consecuencia directa de la subida del paro, la pobreza y las desigualdades, es imprescindible entender quiénes son los grupos sociales que se sienten perdedores en medio de tantas transformaciones. El cruce de datos demostraba, en este caso, que el voto a Marine Le Pen podía estar relacionado con un declive económico de las clases medias bajas, “cansadas de esperar su turno” para conseguir un reconocimiento social e inquietas por un sentimiento de abandono que les alejaría de la clase media establecida y les acercaría simbólicamente “a los parados y excluidos de los que intentan distinguirse de manera agresiva ”.
La Unión Europea lleva décadas explicando el camino de su construcción política como un equilibrio permanente entre la ampliación y la integración; es decir, entre la expansión geográfica y la profundización institucional. Pero existe una tercera dimensión que desde hace tiempo desafía el futuro del proyecto comunitario: la legitimación indispensable que sólo le pueden dar los ciudadanos europeos en un momento de incertidumbre electoral que no hace más que ir reforzando, desde hace tiempo, las zonas grises de la democracia europea.