La salud debería considerarse, en principio, un asunto de cada uno, y debería entenderse que, cuando se pierde, la capacidad de recuperarla por la vía de la asistencia sanitaria es limitada, incluso en los sistemas de sanidad pública. Ahora bien, al mismo tiempo es necesario reconocer que en nuestro mundo global la información para el autocuidado viene marcada por muchas incertidumbres que no controlamos, básicamente en los ámbitos de la salud animal y en el agroalimentario. Son las externalidades de lo que hacemos y lo que respiramos y comemos. Y aquí nace el punto de preocupación: por el estilo de vida que llevamos, la prevención choca con un supuesto progreso que se nos dice que es capaz de transformar genéticamente los alimentos e incluso variar el ADN de algunos animales transmisores de alta mortalidad. Nótese que estamos hablando de salud, no de recuperarla cuando se contraen enfermedades: aquí, el campo del progreso está más confinado por lo que cada país puede financiar desde su propio nivel de riqueza. Nos referimos a que el progreso tecnológico pueda perturbar la biodiversidad con innovaciones agrícolas en el trigo, el arroz, la soja, el plátano, el maíz, la berenjena...! Alimentos todos ellos básicos en buena parte del mundo. Se trata, se dice, de hacerlos más productivos, resistentes a la falta de agua, a las sequías, a las malas hierbas. Toda una propuesta de revolución verde hecha desde la base de la biotecnología y la geoingeniería con alimentos creados en laboratorios a través de genética dirigida. Por ejemplo, el llamado arroz dorado, con una fotosíntesis aumentada y más eficiente, con semillas modificadas para este propósito. No existen aquí evaluaciones previas –ensayos aleatorios controlados– para los experimentos, sino una implementación directa en los países pobres, que aceptan las nuevas semillas a cambio de subvenciones. Estas modificaciones transgénicas se realizan, pretendidamente, con el mejor de los propósitos: aumentar producciones, estabilizarlas en el tiempo y prevenir infecciones, por ejemplo de malaria. No existe una institución pública de alcance mundial que pueda examinar estas innovaciones con un mínimo de rigor. Y, ante esta carencia, quienes se erigen en custodio del bien común son los mismos agentes que ofrecen estas nuevas posibilidades desde el “filantrocapitalismo”. Son las grandes fundaciones de los “megacapitales” –dinero acumulado en otros sectores– las que, a cambio de desgravaciones –es decir, gracias a una renuncia del erario público a tener ingresos fiscales–, sustituyen a actuaciones que en otro escenario serían financiadas por el gasto gubernamental. Sin embargo, está claro que una vez que estos filántropos han llevado a cabo sus innovaciones, el mensaje que llega a todas partes es el de sus intenciones, que se entienden como socialmente buenas. Lo que debería verificarse en la medida en que después no negocian precios de semillas que han sido modificadas bajo patente y no tienen posteriores efectos sobre la salud y la biodiversidad. En cualquier caso, su pretensión, confiesan, es mejorar el bienestar de la humanidad devolviendo a la sociedad los excedentes de las innovaciones mercantiles realizadas en otras áreas de la economía o de las finanzas.
La lectura de Filantrocapitalismo, el libro editado por Vandana Shiva y publicado por La Llave, apunta que este capitalismo filantrópico supone una erosión de la democracia. La digestión de su contenido me crea duda y inquietud. Se trata de una colaboración público-privada en la que la parte privada financia a gusto y gana el sector social más precario, y la parte pública no tiene conocimientos ni posibilidades fácticas de regular sus efectos. El filantrocapitalismo procura orientar el progreso de la genética no en la reparación asistencial de las enfermedades, sino en la prevención, pero lo hace a cambio de estropear la biodiversidad en virtud de la cual la naturaleza se complementa como un todo. La semilla in situ, arraigada en la tierra, es sustituida por la semilla ex situ, hecha en el laboratorio. Y algunos, quizás no los más filántropos, con esta cruzada generan nuevas áreas de negocio, pese a las acusaciones que Shiva emite también en su contra.
Todo esto ocurre en un mundo incierto, con tecnologías complejas, en nombre del progreso y con potenciales efectos de ala de mariposa a partir de los cuales modificar un gen puede generar, también, catástrofes por la generación de efectos colaterales hoy no previstos. La dificultad de esta temática no debería ser excusa para que ni la sociedad ni la política pública le abandonen a manos privadas. Y tampoco debería darse por supuesto que las fundaciones a las que subrogan la defensa del interés público se convierten en custodios efectivos del bien común.