

A diferencia de mucha otra gente de izquierdas, nunca he sido antiamericano. La cultura anglosajona, y más particularmente la norteamericana, siempre me ha entrado bien a través de la literatura, la música, los deportes, el cine y la televisión. Tengo muchos héroes estadounidenses. No solo gracias al talento individual y la creatividad. También por el espíritu emprendedor, la capacidad de hermanar arte con industria, la libertad creativa, el optimismo vital. Por el mismo motivo, entre EE.UU. y China, siempre he tenido claro cuál era mi bando. Entre EE.UU. e Irán, no hace falta decirlo. Soy un occidentalista convencido.
Pero ahora resulta que entre EE.UU. y Rusia (donde también tenía claras mis preferencias) ya no hace falta elegir: Trump y Putin están al mismo lado de la Historia. El bando de los sátrapas, intolerantes, belicistas y negacionistas. El bando de los cínicos y de los caraduras que no sospechan que lo son –es decir, de los estúpidos–. Cuando el vicepresidente Vance se plantó ante los líderes europeos y exclamó que "en Washington hay un nuevo sheriff", logró provocar en mí un amargo triplete de sensaciones: indignación, vergüenza ajena y pereza. Trump, al parecer, ha creado escuela. Ya no es un loco solitario, sino la cabeza visible de un rebaño de bobos dispuestos a conquistar la hegemonía "cultural". Estados Unidos es una potencia nuclear en manos de un grupo de cowboys chulos e iletrados. Es una distopía televisiva de mala calidad.
No es la primera vez que me enfado con EE.UU. De jovencito me pasó con Ronald Reagan, a quien consideraba un temerario y un actor de serie B, y después con George Bush hijo, que me irritaba con su solemnidad fingida, siempre desmentida por su mirada bovina. Ambos eran presidentes militaristas, que exportaron muerte y destrucción, e impulsaron, por fases, la revolución neocon que, de algún extraño modo, ha acabado generando el monstruo del trumpismo. Sin embargo, por la razón que fuera, antes intentaba separar la obra del artista, como se dice ahora. La América de Bush seguía siendo también la de Woody Allen, los Cohen, Kubrick, REM, Nirvana, Prince,Paul Auster y Los Simpson. Sobre todo, la de Los Simpson. Porque yo, cuando me meaba de risa viendo un capítulo de Los Simpson, siempre pensaba: "En estos momentos, en Wisconsin hay un chalado riéndose del mismo capítulo que tú. Y seguramente es uno que votó a Bush. Por lo tanto, un hilo invisible nos une por encima de las diferencias culturales y políticas".
Como me he hecho mayor, ya no pienso igual. Ya no encuentro ese hilo invisible; y, de hecho, no quiero encontrarlo. Las cosas han cambiado. Al fin y al cabo, Reagan se las veía con la URSS, y Bush con Bin Laden y el trauma del 11-S. Lo de Trump es otra historia. EE.UU. no está bajo amenaza, sino que se ha convertido en una amenaza mundial. No es que los americanos hayan votado a Trump a pesar de sus defectos y de los peligros que anticipa; lo han votado precisamente por sus defectos (que de repente se han convertido en virtudes) y por los peligros que anticipa (que nos presentan como oportunidades). La victoria de Trump, y su creciente hegemonía, está edificada en su dinero, su cinismo, su lógica adolescente, su caricaturesca puesta en escena. Todo sería simplemente ridículo si la Casa Blanca no tuviera el poder que tiene y si las políticas que salen del binomio Trump-Musk no pudieran afectar dramáticamente a nuestras vidas.
Ojalá de este mal salga algo bueno, como una política decidida de los países europeos hacia la unidad de acción, para hacer de la Unión Europea un espacio seguro y democrático, una fortaleza de la libertad y de los derechos individuales en un mundo cada vez más prisionero de la testosterona autoritaria que brota de Occidente y de Oriente. Y ojalá Catalunya, a pesar de los desencantos y el agotamiento, sepa resistirse a la pinza del neocarlismo autóctono, el falangismo de importación y el alt-right global.
Tengo que admitir que no voy a renunciar a todo lo que la cultura norteamericana tiene de bueno y de divertido y que, por lo tanto, seguiré mirando Los Simpson. Pero tengo que decirte, querido chalado de Wisconsin que estás mirando el mismo capítulo que yo: me da igual si nos reímos de lo mismo. Mientras votes a Trump, no tenemos nada que compartir. Como diría Bellingham: fuck off.