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frankenstein Nube
28/02/2025
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Decía Aristóteles que Platón era su amigo, pero que más amiga era la verdad. Yo no lo veo nada claro, porque los amigos responden, la verdad, no. En esta vida nuestra, tan frágil, contar con un amigo es contar con alguien que permanece a tu lado cuando te equivocas y que, conociendo a todos y cada uno de tus defectos, se queda contigo. Si me llama un amigo, respondo. Si, por ejemplo, Carme Fenoll me invita a hablar de la importancia de la lectura en Almenar, voy; y si quiere que debata sobre el mito de Frankenstein en la UPC con Elia Barceló, autora deEl efecto Frankenstein, "lo dejo todo".

Frankenstein, la gran novela de Mary Shelley, es, entre otras muchas cosas, una obra sobre la amistad que tiene un claro precedente en Las ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau.A cualquier lector de Frankenstein le resultará familiar este lamento rousseauniano: "Aquí estoy, solo en la Tierra, sin más hermano, prójimo, amigo y sociedad que yo mismo […]. He sido hecho para vivir y muero sin haber vivido".

La novela comienza recogiendo los sentimientos de soledad de un marinero, Walton. Cuando encuentra el dr. Frankenstein, casi congelado, sobre una placa de hielo a la deriva, cree haber encontrado a alguien con quien podría haber creado una relación cordial. Cuando le comenta el deseo de contar con un amigo, el dr. Frankenstein le responde: "Yo tuve uno". Pero es demasiado tarde para las ilusiones. El dr. Frankenstein no tarda en morir.

El doctor es el único que ha tenido todo lo que reclaman tanto Walton como la monstruosa criatura a la que ha dado vida: amistad y amor. Sin embargo, él es el más desgraciado de todos, porque todo lo tenía y todo lo ha perdido. Dio vida a la muerte, desencadenando la tragedia, cuando era feliz. Por eso resuenan con fuerza las palabras que su criatura le dirige al glaciar Montanvert. "Hágame feliz y seré virtuoso".

El daimon –así llama la criatura Mary Shelley– considera, rousseaunianamente, que nació "cariñoso y bueno" y que fue la sociedad la que le pervirtió. Por eso él mismo se exonera de sus crímenes. El único culpable es su creador al empeñarse en rechazarlo, empujándole a la infelicidad. Si le da la felicidad ahora, todavía tendrá tiempo de ser virtuoso y amigable, junto a alguien que le comprenda. Si es feliz, su naturaleza perdida resurgirá de las cenizas de su resentimiento. Si se siente amado, amará. "Mis maldades son hijas de una soledad forzada y mis virtudes florecerán necesariamente cuando viva en comunión con un igual". Pide una amistad compasiva que la compense de los malos tratos que le han conducido hacia el crimen.

Al leer esto, los lectores actuales de inmediato nos ponemos de parte del daimon. Nuestro creador –sea Dios o la sociedad– tampoco nos ha dado el mundo que creemos merecer. En lugar de acogernos amorosamente, nos ha lanzado a un mundo arisco y empinado. El daimon es inocente de su resentimiento precisamente porque es un monstruo. Es una víctima. Y si es víctima, tiene razón. El culpable es quien le ha dado vida y le ha negado la alegría de vivir. El daimon es el orgulloso propietario de sus virtudes y la víctima de sus vicios.

Cuando Mary Shelley publicó su novela, Diderot ya había hecho de la indignación un deber republicano. Vea las entradas indignación y resentimiento de la Enciclopedia. En ambas se encuentra a menudo algún intento de manipular y dominar al otro por medio de alguna estrategia de chantaje emocional.

Frankenstein es el heraldo delpensarse oyendoque cree que si se transforma un problema ajeno en un malestar propio ya está por el camino de resolverse; que la capacidad de compadecer convalida la de pensar; que es posible afirmarse moralmente sin someterse a una disciplina; que los únicos culpables de nuestras carencias de conocimientos son los profesores que no saben motivarnos, o que no entienden que si no disfrutamos de bienestar emocional no podemos estudiar matemáticas... Y que, en el fondo... pobre Daniel Sancho, tan joven...

Freud sabía que lo único que es prudente esperar de la terapia es la transformación de un miserable neurótico en un infeliz banal. Cuando recibió la visita de Schultz, le preguntó al saludarle: "¿Usted cree sinceramente en su capacidad para curar a un paciente?" "¡De ninguna manera!", le respondió Schultz. Freud añadió: "En este caso, nos entenderemos".

El pecado del daimon del dr. Frankenstein es que nunca se resignó a ser un infeliz banal... y no tenía a su alcance los antiansiolíticos que hoy nos ahorran ser miserables neuróticos.

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