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Imagen de las nubes de este domingo en Badalona.
24/02/2025
Escritora
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Desde el balcón de casa veo a los badius de algunas casas bajas del centro de Badalona y eso me hace sentir afortunada. En uno de los badius hay un almendro –que ahora mismo está florecido, como corresponde– y una magnolia enorme que en junio nos hará llegar el aroma intenso y dulce de sus flores. Se trata de un pequeño oasis de silencio y de calma en medio de una ciudad ruidosa ya menudo atolondradora. Detrás de los cristales, contemplo la nube blanca de las flores de almendro en silencio y dejo atrás las riadas de gente que va hacia el metro, el transitar pesado de los autobuses y el rumor lejano de la autopista.

Aunque vivimos cerca del mar, no tengo el privilegio de verlo desde casa, y me he quejado a veces. Si suelto la mirada lejos, sólo veo tejados y azoteas y antenas y, a la hora de la puesta, cielos rojizos y cambiantes que me hacen terminar el día de mejor humor.

Y ahora, desde hace ya unas semanas, veo que algo más allá del patio del almendro y la magnolia, más allá de una casa con jardín y piscina –en verano oímos los chillidos y el chapoteo–, están construyendo algo. En esta zona es muy habitual la reforma de las casas antiguas de planta baja, pero, por la estructura que veo desde casa, creo que ésta será más alta. Ya hace días que lo miro, preocupada, porque va creciendo y creciendo y no sé cuándo se detendrá.

No la tendré muy cerca, por lo que mi oasis particular no será muy diferente, pero el horizonte quedará modificado, se está levantando una fachada que interrumpirá la mirada larga y tendremos menos sensación de profundidad.

Y de repente he pensado que ésta es una metáfora bastante exacta de lo que sentimos las personas cuando estamos enfermas o vamos perdiendo facultades: alguien ha modificado el paisaje habitual, al que se nos habían acostumbrado los ojos, sin pedirnos permiso. Es una transformación que altera nuestra vida cotidiana, probablemente nuestro cuerpo o nuestro pensamiento, una transformación, por tanto, íntima, que se produce sin que la hayamos visto venir y, por supuesto, sin haberla pedido.

El padre de una amiga mía, que tiene noventa y seis años, ya prácticamente no ve. Se trata de una discapacidad importante, que limita mucho su vida y que, entre otras cosas, le ha hecho renunciar a la costumbre de la lectura. Menos mal que él, como tantas otras personas, ha encontrado un gran consuelo en los audiolibros y le dedica cada tarde un buen rato.

Mi amiga me contaba, entre la estupefacción y la ternura, que de entre los diversos géneros literarios de que dispone el servicio de audiolibros, su padre elige las novelas románticas. "Tienen menos personajes y sus argumentos son sencillos", argumenta el hombre.

Sólo deseo envejecer con esta serenidad, sabiendo buscar la sencillez en todas partes: en la lectura, en los paisajes, en las conversaciones. Y perder los prejuicios y las vergüenzas y las manías. Tener tiempo de entender que la vida es un viaje circular, que nos lleva muy lejos y muy arriba y muy rápido, para acabar volviendo a casa para simplificarlo todo. Y saber irme adaptando a los cambios que vayan modificando mi paisaje.

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