Assamblea del 15-M a la plaza Cataluña, el 18 de mayo de 2011.
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Todo me hace pensar que, del mismo modo que los partidos socialistas ya hace tiempos que renunciaron al socialismo sin casi despeinarse, aplazando el proyecto original de manera indefinida –incluso sería discutible si todavía son socialdemócratas–, es muy posible que estemos a las puertas de un independentismo que también aplace su objetivo sin renunciar a la nomenclatura. Es decir, para algunos la independencia podría seguir siendo un ideal teórico, pero el tocar con los pies en el suelo, la posibilidad de gobernar para evitar un mal mayor, el peso de otras proximidades ideológicas o la urgencia de una revitalización económica y, sobre todo, la legitimación que dan las victorias electorales a todo proyecto, de momento, aconsejarían dejarla para otros tiempos más propicios. Y conste que solo doy los argumentos positivos para hacerlo.

Las comparaciones, cuando se refieren a contextos políticos e históricos tan diversos, siempre son forzadas. Pero la vida política está llena de estos procesos de acomodo a la realidad. Por ejemplo, podríamos recordar aquel “compromiso histórico” del Partido Comunista Italiano de Enrico Berlinguer de medianos años setenta con su propuesta de acercarse a los democratacristianos y hacer un “gobierno de emergencia” ante la crisis política y económica del país. Una propuesta que allá dio el mejor resultado electoral que obtuvo nunca el PCI, y que aquí fue muy bien acogida por el PSUC. Por no hablar del caso de transmutación del 15-M en el actual Podemos. Y quién sabe si no veremos anticapitalistas acompañando a un gobierno que tendrá que hacer políticas consistentes de reactivación capitalista para salir de la actual parada económica.

Mi impresión –dejádmelo decir así, con una exagerada prudencia– es que este independentismo utópico –que no renuncia pero que cree que la secesión es impracticable– va tomando cuerpo en la sociedad catalana actual. Lo prueba el elevado número de personas favorables a la independencia que votan a partidos no independentistas y todos los que votan independentista pero están en contra o no saben si la quieren (en total podría llegar a ser, según la última encuesta electoral del CEO, cerca de un 14 por ciento de los electores). También creo que lo prueba el gran apoyo que esta moratoria recibe por parte de una intelectualidad –en un sentido amplio y generoso– que hasta el 1-O había apoyado a la independencia, y que sin decir nunca que ha renunciado, desde entonces ha aplaudido que se pospusiera sine die.

Si esto fuera así, quedarían en entredicho dos argumentos de fuerza que el independentismo ha utilizado hasta ahora. Uno, el del supuesto apoyo de más de un setenta por ciento de catalanes al derecho a decidir en un referéndum de autodeterminación. No es fácil en una encuesta estar en contra de un “derecho”. Pero lo que no se sabe es qué se estaría dispuesto a hacer para defenderlo. Por otro lado, el 52 por ciento –nada despreciable vistas las circunstancias– es el apoyo a unos partidos para gobernar y no necesariamente para conseguir la independencia. En la última encuesta del CEO, los catalanes consideraban más importante decidir el voto en función de la economía, la corrupción o el cambio climático que para resolver el conflicto con España. No estoy diciendo que la voluntad de independencia no sea mayoritaria, sino que para muchas personas su adhesión depende del precio a pagar. En un mundo político radicalmente democrático, sin amenazas, no dudo que sería altísima. Pero en el actual marco de represión, comprensiblemente, la fe tambalea.

La única alternativa al independentismo nominal, el de mañana será otro día, sería un independentismo capaz de presentar un proyecto factible. Pero dejando de lado las retóricas enfáticas, ahora mismo este proyecto no va más allá del resistir, que, ni que sea más que el desistir, no es suficiente para generar la confianza necesaria para imponerse no tan solo electoralmente, sino en las esperanzas individuales y colectivas.

Salvador Cardús es sociólogo

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