Con esta expresión, infierno fiscal, calificaron los autores sus conclusiones en la presentación del documento sobre la situación fiscal y su impacto en la economía catalana encargado por Foment del Treball Nacional. Este texto se añade a su anterior Libro verde de la reforma tributaria. Quisiera hacer al respecto algunas consideraciones, en particular ahora que en etapa electoral se sienten propuestas suficientemente atrevidas.
Cuando se dirige el análisis de la fiscalidad, cualquier reforma de un impuesto aisladamente debe valorarse desde su papel en el conjunto del sistema. Esto significa que, en supuestos de reducción o eliminación de tributos, debe ser honesto sobre cuestiones elementales, como se recuperará el equilibrio presupuestario. No creo que en estos momentos, desde el conocimiento que se tiene del funcionamiento de los impuestos, se pueda recurrir al "comodino" de la hipótesis de Laffer (bajar impuestos y aumentar la recaudación), ya que este argumento no tiene ningún tipo de reconocimiento académico ni de apoyo empírico más allá de lo ideológico: nadie sabe el punto concreto en el que se encuentra una economía para saber si tirar hacia la derecha (subir) o hacia la izquierda (bajar tipos) de la famosa curva servirá para el propósito del aumento recaudatorio. Por tanto, si se baja o elimina un impuesto, debe decirse qué otro ingreso aumenta, o qué partida de gasto disminuye si se quiere argumentar honestamente sobre la equidad y eficiencia del cambio. Además, la visión sistémica del modelo tributario, antes citada, debe darla también la interacción de impuestos en su conjunto; por ejemplo, entre patrimonio y sucesiones, sucesiones y donaciones en vida, patrimonio (stock) versus rentas de capital en el IRPF (flujo), entre renta y sociedades por actividades empresariales, etc. Así, "decir misa" (abolir, por ejemplo, patrimonio) y "tocar la campana" (mantener un trato privilegiado en las rentas de capital) es inconsistente. Si por eficiencia aceptamos la segunda parte de la ecuación –ya que la globalidad hace que se deslocalicen fácilmente aquellas ganancias de capital–, no podemos descuidar después hacer tributar sus rentas por razones de equidad. O si se elimina sucesiones, es necesario precisar qué se hace con la ganancia adquirida en el IRPF (de hecho, este tratamiento sería peor!) para no dejarlo exento. No hacer nada en ambos casos aboliendo ambos impuestos es privilegiar descaradamente las rentas altas, tanto en lo que se refiere a la inequidad horizontal (tratamiento de iguales en renta) como a la generacional (los jóvenes se benefician menos por el menor patrimonio acumulado que poseen ) o la intergeneracional (abolir patrimonio y sucesiones hace por una mayor concentración dinástica de la riqueza y una sociedad menos meritocrática). Los argumentos de la eficiencia del impuesto les han remarcado también muchas grandes fortunas conscientes de los incentivos que supondría la abolición. Sin embargo, los países que no tienen impuesto de patrimonio si bien tienen una fiscalidad sobre inmuebles, una forma de impuesto del patrimonio mucho más alta que la nuestra. ¿O es que queremos incrementar el castigo sobre la riqueza inmobiliaria obviando al resto de activos patrimoniales? Y es que está claro que nadie quiere pagar voluntariamente impuestos. ¡Por eso se llaman impuestos y no contribuciones o de adivas!
Cosa distinta es ajustar la presión fiscal, variando su composición, a las necesidades productivas de la economía, y respetar la financiación de las políticas de gasto queridas al servicio de las necesidades de la ciudadanía y de la cohesión social. Por cierto, gestionar bien el gasto público no es la almohada –sin prueba de efectividad– para rebajar impuestos, sino una exigencia de responsabilidad democrática sea cual sea la presión fiscal, y es, en todo caso, una salvaguarda para no incrementar por ésta vía el déficit fiscal.