Poco se puede añadir ahora mismo sobre el conflicto árabe-israelí que aboca a Gaza a una devastación casi absoluta. A pesar de vivir en la era de la manipulación informativa, las imágenes son demasiado evidentes para tener que tragar ese rollo posmoderno del filósofo francés Jean Baudrillard, que afirmaba, a raíz de la guerra de Estados Unidos con Kuwait del año 1990 , que aquella guerra nunca había existido –más allá de hacerlo en nuestros televisores.
Así que les propongo, más que ninguna respuesta, algunas preguntas: ¿cuál es el precio de la vida en un mundo tan dispar como el nuestro? ¿Tienen todas las vidas el mismo precio? Y aún una más: quien tiene derecho a la violencia que sustrae nuestras vidas de este mundo; es decir, ¿a la violencia que mata? Quizás empezando por estas cuestiones nos será más fácil convenir que no todo el mundo nace igual, ni siquiera igualmente libre, y menos aún igualmente fuerte. En tiempos de desinformación, los datos son expugnables, pero no el peso en nuestras conciencias de tantas imágenes.
Mientras el gobierno palestino en Gaza afirma que son más de 9.000 los muertos provocados por la violencia del ejército israelí, el gobierno de Netanyahu lo niega. La autoría del atentado contra el hospital Al Ahli al Arabi ya hace bailar por sí sola las cifras. Pero las imágenes que llegan desde pie de calle y desde el cielo del norte de Gaza son las huellas de un exterminio colectivo realizado en tiempos de tecnologías de destrucción limpias. Desgraciadamente, no asistimos sólo al derecho legítimo a la defensa de una nación o comunidad agredida. Así, el mundo contempla sin capacidad de veto cómo se ejecuta una violencia ilimitada en nombre de una comunidad construida por mandato de un destino religioso –el judaísmo– pisando la tierra originalmente de otra comunidad no religiosa: los filisteos. No casualmente, estos poblados de probable origen fenicio y que dan nombre a la tierra de Palestina (de P'lesheth, tierra de los filisteos), hace ya 3.000 años se batían en cruentas batallas con las tribus hebreas.
La crueldad de los asesinatos producidos por Hamás en kibutz y otros espacios públicos en la banda de Israel en ese maldito sábado 7 de octubre –incluso con el asesinato de niños; no se me ocurre un acto menos noble entre humanos, frente a frente, entre un adulto armado y un niño desarmado– renovaban el carácter bárbaro de batallas que tienen no décadas sino siglos. Bárbaros organizados con motocicletas y paracaídas usurpaban a todos aquellos civiles su derecho a una vida zoé, en comunidad y con un ejercicio lleno de derechos. Lo hacían en una acción tan bien diseñada como infratecnológica.
Por otro lado, el gobierno israelí ejecuta una violencia sin límites que impone, incluso, la humillación a la comunidad internacional en torno al gran ente político de consenso mundial, la ONU, cuando ésta le exige que cumpla el derecho internacional y tenga medida en el ejercicio del derecho a la defensa violenta. Quizás lo que no ha entendido bien la comunidad internacional –y sí Estados Unidos y Alemania, que se han negado a sumarse a las denuncias internacionales– es que Israel ejecuta la misma forma de violencia que Hamás: una violencia divina que, según el filósofo judío alemán Walter Benjamin, se distingue de la violencia mítica de los estados (fundada en la ley, de carácter jurídico) por su carácter disruptivo, revolucionario y finalmente milagroso.
Diría Benjamin, cuyo destino todos conocemos en nuestro país, en Portbou: “Así como la violencia mítica es fundadora de derecho, la divina es destructora de derecho. Si la primera establece fronteras, la segunda las arrasa; si la mítica es culpabilizadora y expiatoria, la divina es redentora; cuando esa amenaza, ésta golpea”. Inspirado por la propia vivencia de hombre perseguido en tiempos del Tercer Reich –en tanto que judío, marxista, escritor–, Benjamin recordaría que la violencia divina tiene dos fases: la inmediata y pura, irrefrenable como vemos ahora en Gaza, y la revolucionaria a continuación, que no pretende otra cosa que la instauración de un nuevo orden mediante el milagro. Y, si es necesario, ilimitadamente violento.
Esta eterna pulsión histórica en busca del milagro de un pueblo perseguido es lo que hay detrás de la extraña unanimidad con la que el pueblo israelí apoya ahora a un sádico como Netanyahu. Quizás la lección de todo ello es tomar nota de la historia que, como también nos recordaba Benjamin, siempre devuelve.