En otoño de hace un año era previsible un acuerdo entre Qatar, Arabia Saudí e Israel (que ya tenía un acuerdo con Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Jordania y Marruecos). Era cuestión de extenderlo a Arabia Saudí, el estado de referencia en la región. EEUU era partidario de esta aproximación. La relación de Turquía y Arabia Saudí se estaba consolidando pasados cinco años del asesinato de Jamal Khashoggi.
Esta agrupación de estados todavía con forma política indeterminada podía ser el contrapeso de Irán, un país con relaciones estrechas con China y Rusia desde la guerra en Siria.
Se había llegado a un acuerdo en el seno del gobierno israelí de anexionar Cisjordania, por la presión de los ultraortodoxos tras cuatro contiendas electorales de resultados igualados y gobernabilidad incierta desde el 2019. Netanyahu lo anunció públicamente para mantener el gobierno de coalición.
Los palestinos percibían que su peso político iba a menos. Cisjordania estaba trufada de colonias israelíes, lo que hacía más difícil la solución de ambos estados. Sin embargo, los palestinos se convertirían en ciudadanos de segunda en su propia patria. Un apartheid del siglo XXI. Fue la política impulsada por Trump: Israel un solo estado.
En estas circunstancias, poco favorables para Irán y los palestinos, el extremismo de Hamás le llevó a una acción terrorista de gran alcance en territorio israelí. Yahya Sinwar, líder de Hamás en Gaza, no lo consultó. Necesitaba la sorpresa por razones militares y políticas. En su visión debía llevarse a cabo una acción que cortara de pura cepa la evolución de los acontecimientos y los invirtiera. Cogió desprevenido a todos: Israel, Arabia Saudí… y EEUU.
Una alianza de Israel con Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y Turquía podía constituir el poder regional predominante. Estos estados tienen una población de 150 millones de habitantes y un PIB de 3.000.000 de euros, comparados con los 80 millones de habitantes y el PIB de 400.000 millones de Irán. Para EEUU, la alianza era una solución porque cortaba la influencia de China y Rusia en la región y rodeaba a Irán, dificultando su política nuclear.
Según el último libro de Culla y Fortet, Israel, el sueño y la tragedia, el atentado, en la visión de Hamás, contenía un triple mensaje. El primero, para los palestinos: es Hamás quien manda y defiende al pueblo palestino, no a la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
El segundo, dirigido a la comunidad internacional: no es viable resolver el problema por el atajo de una normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudí porque Irán tiene la fuerza suficiente para estropearla. Demostrado por la vía de los hechos.
El tercero, dirigido a Arabia Saudí: no abandonar la colaboración con Irán porque hacerlo supone romper con una gran alianza islamista, lo que perjudicaría la solidaridad de chiíes y suníes. Como guardianes de los lugares sagrados del islam, la Meca y Medina, éste era un mensaje importante para ellos.
Una vez iniciada la guerra como reacción del ataque terrorista del 7 de octubre, para Hamás el objetivo era llegar a un alto el fuego y mantener el poder en Gaza y, para Israel, destruir a Hamás y poner a la defensiva Irán.
Confrontar el terrorismo con el ejército supone aceptar una gran destrucción y muchas víctimas inocentes. Israel ha sido desde hace 70 años el pueblo perseguido y rodeado de enemigos. Esta visión es hoy inexacta porque es el mayor poder militar de la región. Esto le permitió iniciar la guerra para defenderse del ataque sufrido sin crítica. Un año y 42.000 muertos después, esa imagen es insostenible. Pagará un precio elevado.
Para Israel era el momento de destruir la infraestructura de Hamás en Gaza y de Hezbollah en Líbano y demostrar que, pese a la sorpresa del ataque, tenía la capacidad de desarticularlas y confrontar a Irán.
Para Hamás y Hezbolá la guerra es también trascendente: si la pierden queda cuestionada su estrategia e Irán sufrirá inevitablemente sus consecuencias. Con el cuestionamiento del régimen en su interior no es el mejor momento para sufrir una confrontación exterior.
Si estos hechos no llevan, como es probable, a la derrota de una facción, pueden conducir a un replanteamiento del conflicto, como ocurrió con la invasión de Egipto del Sinaí en 1979, con el asesinato de Isaac Rabin en 1994 y con la Segunda Intifada en el 2000. Vía la violencia nunca hay salida.
La solución es evidente y única: que Israel reconozca ahora sin dilación al estado palestino pese a que éste no tenga fronteras, para iniciar la negociación del acuerdo de dos estados. El actual gobierno israelí, con presencia de los ultraortodoxos, es incapaz de hacerlo. No siempre será así. Israel es una democracia y los gobiernos cambian.
El reconocimiento de Palestina como estado supondría el reconocimiento de la ONU y la igualdad de estatus con Israel en las negociaciones.
En 1948, Ben-Gurion pidió al secretario general de la ONU el reconocimiento de Israel. Ahora la ANP debería hacer lo mismo: pedir el reconocimiento de Palestina. Si se hizo entonces, ahora también puede hacerse. La excusa de que Palestina no tiene fronteras reconocidas no se sostiene: ¿cuáles son las de Israel, las de 1948, 1953, 1967, 1982...?
Hay una lección amargada del conflicto: hoy las guerras ya no están entre ejércitos en lejanos campos de batalla, sino que afectan directamente a las poblaciones civiles porque el daño a estas es un objetivo más de la guerra. Tan cruel como cierto.