Todos nos la jugamos en EE.UU.

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Una miembro del Comité Demócrata de San Francisco muestra su apoyo a Kamala Harris, el pasado 22 de julio.

1. La amenaza. Desde hace un tiempo, los momentos electorales en países de tradición democrática derivan sistemáticamente hacia inusuales niveles de confrontación y descalificación. Como si las democracias hubieran alcanzado un grado de desgaste que las hubiera llevado al límite. Es decir, como si los valores y las claves fundacionales estuvieran en crisis y se hubiera roto el vínculo representativo que vinculaba a los electores con los gobernantes. ¿Podría ser que las instituciones democráticas que se estabilizaron a partir de la II Guerra Mundial estuvieran entrando en fase disfuncional? Cada día se hace más patente la amenaza del autoritarismo posdemocrático, y las pulsiones que llevan a ello crecen en todas partes. Hay incluso quien habla de “guerra civil mundial de baja intensidad”, como el geógrafo Jacques Lévy, que ve la “crisis del Estado providencia” como una realidad manifiesta.

Desde hace al menos cuatro años la inquietud sobre la deriva de la democracia americana es patente. Da angustia ver cómo el universo conservador entroniza al presidente que hace cuatro años se negó a reconocer la derrota apoyando el asalto al Capitolio. Donald Trump, aspirante a la reelección con el apoyo de instituciones muy decantadas –como un Tribunal Supremo del que él nombró a una cantidad decisiva de miembros, que enviaron al limbo las condenas y acusaciones penales que pesaban sobre él–, hace meses que juega a la desestabilización. Ha hecho falta un accidente de la edad: que se hagan evidentes los síntomas de deterioro intelectual del presidente y presunto candidato Joe Biden para sacudir una realidad que se hacía asfixiante.

2. La oportunidad. Parecía que ya no quedaba tiempo, que el desconcierto demócrata –un partido con demasiadas señales de incapacidad de reacción ante la insolencia– hacía inevitable el desastre, y que Trump podría herir de muerte a las instituciones democráticas. La aparición de un joven radical como JD Vance como candidato a vicepresidente y, por tanto –dada la edad y condición de Trump–, como potencial sucesor, sumaba motivos a la alarma. Y si añadimos la apuesta incondicional de un sector de Silicon Valley, con Elon Musk y Peter Thiel, dos exponentes de un poder económico que apunta sin escrúpulos hacia el liberalismo autoritario –toda la libertad para unos pocos en una sociedad sin horizonte compartido– y, también, las manifiestas señales de complicidad –con promesas de alianza internacional futura– con Putin y el autoritarismo postsoviético, la sensación de cambio de época y decadencia de las democracias liberales ya se hacía profunda.

Parecía que el Partido Demócrata, derrumbado en la impotencia y con Joe Biden tristemente convertido en juguete de su adversario, servía a Trump su entronización en bandeja. La humillación del debate entre los dos candidatos es difícil de tragar. Y parece mentira que un partido no pudiera evitar ese castigo a quien lo representaba. Por fin han despertado y han abierto una vía de esperanza para evitar el desastre. Trump ha alcanzado la cima y ahora se encuentra con que de aquí hasta las elecciones el protagonismo será para la adversaria: Kamala Harris, en principio. La primera decisión que no es necesario demorar es precisamente apostar sin fisuras por ella, y parece que prospera. Buscar a otro candidato o candidata, sin dañarse a sí mismos, ahora mismo sería misión casi imposible.

Los demócratas deben ser conscientes de su responsabilidad, y los ciudadanos deben hacer, como los franceses, el trabajo que los partidos no habían sido capaces de concretar. Si el Partido Demócrata no lo logra, si la ciudadanía no reacciona, entraremos en una fase extremadamente delicada, con la humillación de Europa como objetivo compartido de rusos y americanos. La resignación es garantía de la derrota, del triunfo de la quimera del orden.

Y, sin embargo, acabe como acabe este ciclo americano, no podemos eludir una cuestión esencial: ¿debemos entender que la democracia liberal correspondía a un período determinado del capitalismo –el capitalismo industrial–, y que no tiene margen en el capitalismo financiero y digital, con unos superpoderes muy concentrados incapaces de respetar las reglas del juego de la democracia? ¿El partido demócrata y sus electores estarán a la altura que exige ese momento excepcional para demostrar que la democracia liberal todavía está viva y que hay camino para seguir avanzando? Patrick Boucheron avisa: "En general, el poder del totalitarismo se consiente libremente", y cuando se toma conciencia de las consecuencias ya es tarde. Cuidado, pues: no sea que el tiempo de la democracia acabe y no hagamos nada para evitarlo.

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