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Hay cosas que el proceso judicial no puede solucionar. Se trata de un mecanismo extraordinario, muy antiguo, de resolución de conflictos. No se sabe cómo ni cuándo empezó, pero un buen día un grupo de humanos decidió que la mejor manera de resolver un conflicto no era combatir para ver quién era más fuerte, sino que un tercero ajeno al conflicto diera la razón a quien la tuviera. Rompieron la ley natural. Ya no ganarían los más poderosos, sino aquellos a quienes los jueces vieran como una “mejor persona” de acuerdo con parámetros sociológicos de conducta que varían en cada grupo humano. En cualquier caso, en el instante histórico en que se hizo romper esta ley natural por primera vez nació aquello que denominamos justicia. No deja de ser paradójico.

Es un modelo de éxito. Existe de una manera u otra en la enorme mayoría de culturas del mundo en formas a menudo sorprendentes. Algunas todavía conservan restos del antiguo recurso a la fuerza y celebran ceremonias –a menudo pruebas– para comprobar de manera relativamente pacífica quién es el más fuerte. La mayoría son calificadas de ordalías, palabra germánica que proviene del término juicio, pero en realidad delegan en una divinidad la decisión sobre el conflicto. Se somete las partes enfrentadas a una prueba casi siempre de resistencia física, y quien la gana es porque un dios lo ha ayudado. Un ejemplo más de cómo los seres humanos a menudo se intentan escabullir de sus responsabilidades cuando surgen complejidades, y buscan solo una manera de pasar página y olvidarse del tema.

Una víctima d'agressió sexual

Pero como decía al principio, hay conflictos que el proceso judicial no puede resolver. Recurrir a las leyes o a una religión –la religión es otra manera de hacer leyes–, tampoco. Las leyes intentan pautar conductas y, por lo tanto, evitar conflictos, pero no siempre llegan ni a tiempo ni de manera acertada. Hay algunos comportamientos humanos que todavía están bien vistos, o al menos tolerados como inevitables por una parte de la población, que percibe en ellos poder y placer, y que por eso los lleva a cabo. Uno de los más destacados es el acoso sexual, en cualquier ámbito pero particularmente en el ambiente laboral. Puede ser el jefe o puede ser un compañero, pero siempre somete a la víctima a una pesadilla.

La secuencia de acontecimientos casi siempre es uniforme, con variaciones accidentales. El futuro agresor se aproxima a la víctima por la vía de la cordialidad. Esta etapa puede durar más o menos, pero cuando la víctima finalmente lo rehúye de manera más explícita, empieza la violencia del acoso. A veces incluso se adelanta y el agresor aborda a la víctima con caricias u otros tocamientos más comprometidos, e incluso en algunos casos todo acaba con una verdadera agresión sexual.

¿Cuál es la dificultad del proceso judicial? Que para declarar culpable a alguien se requiere una prueba, porque este alguien, como no puede ser de otro modo, está protegido por la presunción de inocencia. Si no, cualquier ser humano, hombre o mujer, podría recibir una denuncia falsa de la cual no se podría defender. No es nada fácil demostrar que no ha pasado lo que nunca ha existido, como es evidente. 

Pero en estos casos tampoco es fácil demostrar que sí que ha sucedido el acoso, porque acostumbra a ser clandestino. A veces hay mensajes o la grabación de alguna cámara de seguridad. Testigos fiables acostumbra a no haber, insisto, por la clandestinidad de la conducta.

Ya llevamos muchos años de sensibilización de la sociedad en este sentido. A veces se ha llegado al exceso de proponer la supresión de la presunción de inocencia, lo cual no es aceptable porque generaría problemas todavía más graves. El problema, como decía, es que la erradicación de estos comportamientos repugnantes no es en el proceso judicial, sino en la sociedad. No fue un proceso judicial el que trajo los derechos laborales a los trabajadores, sino muchísimas movilizaciones y un sufrimiento colectivo que todavía no ha acabado y que siempre amenaza con volver.

Estas conductas solo se acabarán cuando particularmente los hombres, entre sí, no rían ninguna gracia machista, sino que la reprendan. Cuando la sociedad no atribuya a los hombres el rol de la fuerza y a las mujeres el de la sensibilidad; hay que romper también esta falsa ley natural. Cuando en cualquier relación humana, también las sexuales, no haya un reparto de actitudes en función del sexo, sino una atribución de roles absolutamente igualitaria y, de hecho, indiferente. 

Los delitos hay que denunciarlos y castigarlos. Pero si se quiere que se acaben, hay que atacar las causas.

Jordi Nieva-Fenoll es catedrático de derecho procesal de la Universitat de Barcelona.

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