La matanza del (cerdo) payés


El día del año que tenía más sueño era el más feliz. La primera vez llegamos a las cuatro y media de la madrugada. Era negro de catálogo de pelis de miedo. Hacía frío de festival de pelis de calamidades árticas. Y yo era tan pequeño que no sabía si estaba perdido en una pesadilla o si entrenaban para formar parte de un cuerpo de élite para destruir el mundo. En medio de la nada se abrió la puerta de la corralina-carcelera. Allí estaba: "Pesa casi 200 kilos". Y el miedo lo tenía él.
Mi familia mataba al cerdo dos veces al año. En Navidad y en febrero. En febrero lo recuerdo por la matanza. Hago autolobotomía. Rosebud. Magdalena. Carbono 14. Palabras clave: esgüelo. Era el grito del cerdo, que rompía el universo como un rayo apocalíptico para anunciar el día. Espernegar: cada pata del cerdo era un misil-oración de carne para defenderse. El cuchillo del matador era tan largo, ancho, claro, que era un espejo donde podía verme de hito en hito. La sangre de pincel de pintor renacentista. La sangre de cuadro de naturaleza muerta. A continuación la vida ardía en el fuego en el suelo.
El color de las tostadas era el anuncio del primer sol. Las presas de chicolate. Y porroncillo de moscatel. El reposo del guerrero está hecho de infierno. Palabras después de la muerte. Pocas. Y el ruido del próximo capítulo: el mandongo. Peli de secuencias entre el animal muerto y abierto y los embutidos hechos. Carnicería para llegar al orden armónico ya la belleza. Resurrección de la carne: longaniza blanca, negra, jamones, tocino, hervor… Estábamos grandes y pequeños. Todo el mundo tenía su sitio. Era el momento de las agendas, los dietarios, los notarios. Monólogos, diálogos, arengas. Debates universales, crónicas locales, secretos de familia. Llenos de sangre, manchas y fero de bestias. Se reía mucho. Las risas como desfiladeros. La muerte puede ser una felicidad. Y yo soy un mandongo.
El final era el almuerzo. Este inicio de hambre para vivir. Ya no he visto ni probado nunca más las tortillas de frijoles y espinacas de la tía María, ni su sonrisa, que me quiere todavía. Luego el buffet libre de carne y la ensalada de charla. Haga sitio. La no sorpresa de la torta de azúcar. Más muchacho. Y todas las conversaciones sobre el futuro. Siempre se hablaba del mañana. Yo era pitido y me veía mayor. Las ventanas acolchadas congelaban el momento. Dentro, la tarde se fumaba las palabras. Y fuera, el día iba muriendo. La otra matanza. A mí me ha hecho todo esto. Ésta es la Constitución de un estado. Matar al cerdo era sobrevivir un año. Matar al cerdo era para vivir. Así nos hemos hecho: con la muerte.
Todo esto está muerto. Como ellos: los campesinos. Los míos, todos. Ahora vuelven sus protestas, después de un año, después de una vida. Seres agotados, jadeados, moribundos. Son rasguños. Millones, infinitos. Partid, que hoy la casa propia está prohibida. Matar al cerdo no se puede hacer, es ilegal. Todo es un cuchillo de normativas, burocracias, pornografías de una sociedad estéril, analfabeta. Si llevara a mi hija a la matanza me la tomaría el Gran Hermano, argumentando que la traumatizo. Todo el mundo quiere hamburguesas, nuggets, que son cadáveres, pero lo niegan (y si acaso, que sean de fuera, nunca de aquí). No quieren saberlo, sentirlo, verlo. Mata cables coaxiales, no animales. Eternidades de nos. País, personas, paisaje, sentimientos: vendidos y expoliados. La verdad es sacrificada de madrugada. Llevo sangre a los ojos. Y lágrimas en los dedos. A los campesinos sólo les ocurre una cosa: antes se mataba al cerdo. Ahora se mata al campesino.