Recientemente, en una conversación sobre el estado de la enseñanza, dos profesores experimentados admitieron que, aparte de todos los problemas derivados de los planes de estudio, de las nuevas tecnologías, de la infrafinanciación y de otras variables, tenemos un problema en la educación de nuestros niños, más allá de la adquisición de conocimientos. Y en este terreno, claro está, la actitud de los padres tiene mucho que ver.
La madre de dos adolescentes admitió, entonando un mea culpa, que no podía evitar querer dar a sus hijos todo lo que ella no había tenido cuando era pequeña o jovencita. Una especie de incapacidad por decir no y por poner límites, un deseo irreprimible de evitar a los hijos cualquier tipo de frustración.
En este marco mental de los padres y madres actuales, podemos intuir que cambiar las tradicionales notas académicas por un genérico y melifluo “progresa adecuadamente” no fue precisamente un acierto.
Escribo este artículo convencida de que no voy a llegar a ninguna conclusión –y mucho menos a una receta–. Desde que el mundo es mundo, los padres y madres han querido lo mejor para sus hijos. Doy por supuesto, por tanto, que ésta es la intención de los padres actuales. Se trata, pues, de que se ha confundido lo que es lo mejor?
Experimentar la frustración como preparación para los fracasos que inevitablemente vivirán de adultos, ¿no es lo mejor? Hacerles entender que la acumulación de bienes materiales que les lleva a no valorar prácticamente nada, ¿no es lo mejor? Enseñarles a compartir ya ser empáticos, ¿no es lo mejor? Transmitirles las normas más elementales de educación para que puedan participar en una sociedad respetuosa y tolerante, ¿no es lo mejor?
Sólo existe esta posibilidad –la de confundir qué es lo mejor– o bien una alternativa menos respetable: poner límites a las criaturas, decir no, ser exigentes, requiere un esfuerzo cien veces superior a dejarlos hacer. Hay que ser tenaz –o pesado–, dar ejemplo, soportar sus rabietas o incluso asumir que puedes caerlos mal (por un rato o, en el peor de los casos, una temporada).
Hay todavía otro elemento, creo, que deteriora el trabajo de los enseñantes y, en consecuencia, la calidad de nuestra enseñanza. No conozco a ningún docente que no se queje: los padres, de un tiempo a esta parte, se ven con corazón de discutir e incluso censurar las decisiones de los maestros (mucho más que las opiniones de sus hijos e hijas). Si hablamos con los profesionales de la medicina, se lamentarán de similar circunstancia. Los padres de alumnos, como los pacientes –casi todos lo hemos sido o lo somos–, no muestran respeto por la figura del maestro y del médico porque el acceso al mundo de la información rápida, quizás banal ya menudo incorrecta, de Google los anima en dirección contraria.
Y en esta confluencia de errores, sólo nos faltan los famosos e influenciadores pontificante, en horario de máxima audiencia en televisión, que no encuentran ningún pediatra que esté a la altura de sus conocimientos adquiridos por cuatro lecturas unos meses antes del parto.
De la conversación con los docentes expertos extraje alguna idea de por dónde debería avanzar la rectificación. Debemos ser capaces de transmitir –y, por tanto, exigir– a las nuevas generaciones compromiso, capacidad de crítica y rebelión y el valor del esfuerzo. No parece tan difícil. Este verano haríamos bien, todos juntos, en reflexionar sobre ellos.