El mito del concierto: cuatro apuntes

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Jordi Pujol interviene desde el público durante la mesa redonda  en la cual participaban los ex consejeros de Economía  Antoni Castells, Andreu Mas-Colell y Oriol Junqueras y el actual consejero Jaume Giró.

1. En relación al concierto económico, el nacionalismo vasco se siente cómodo y legitimado dentro de Euskadi –donde nadie impugna la fórmula–, pero incómodo y cuestionado de cara afuera porque, visto desde el exterior de los confines vascos, el concierto resulta un privilegio flagrante e incluso abusivo. Estando así las cosas, un buen argumento de defensa consiste en decir que otros también habrían podido tenerlo, pero no lo quisieron. Y estos “otros”, claro, no podían ser los andaluces o los murcianos; tenían que ser los catalanes.

2. Mientras en el País Vasco el concierto económico fue una realidad vigente desde el fin de la Tercera Guerra Carlista y que ni siquiera el franquismo se atrevió a suprimir del todo, en Catalunya un sistema como aquel no ha regido nunca. Más aun: en toda la literatura reivindicativa que el catalanismo generó a partir de la década de 1880 (el Memorial de Agravios, las Bases de Manresa, el Programa del Tívoli, las Bases de la Mancomunidad, el proyecto de Estatut del 1918, el Estatut de Núria...), la demanda de una fórmula fiscal idéntica o parecida al concierto de las provincias vascas no aparece en ninguna parte. Seré más preciso: se habla un poco durante el bienio 1898-1899, bajo el impacto del Desastre colonial, y lo hacen sobre todo las corporaciones económicas (Foment...), que llegan a sugerir un concierto económico solo para la provincia de Barcelona, bien lejos de cualquier planteamiento nacionalista. Después, ni una palabra hasta 1978.

Por otro lado, en aquella Catalunya de las postrimerías del franquismo donde incluso Convergència se proclamaba socialdemócrata, los pocos aprendices de político que sabían de él consideraban el concierto económico una fórmula premoderna, una antigualla medievalizante y egoísta, impropia de un país avanzado, progresista, solidario y fraternal como el nuestro.

3. Los debates para elaborar el Estatuto de Autonomía de la Catalunya postfranquista se hicieron con la correlación de fuerzas surgida, primero, de las elecciones españolas del 15 de junio de 1977 y, después, de las del 1 de marzo de 1979. Esto significa que, en votos emitidos, los recibidos por las fuerzas nacionalistas –o, si lo prefieren, de estricta obediencia catalana– se movieron (a la baja) entre el 27,1% y el 20,5%. En cuanto a los escaños obtenidos por aquellas siglas, fueron 14 sobre 47 en los comicios constituyentes, y solo 9 en las primeras elecciones ordinarias.

Con esta agobiante hegemonía de los partidos de encuadre estatal (UCD, PSC-PSOE, PSUC-PCE, AP) era en balde que, en los trabajos de la Comisión de los Veinte o en el plenario de la Asamblea de Parlamentarios, Macià Alavedra o Ramon Trias Farga reivindicaran para la Generalitat la recaudación y gestión de todos los tributos pagados en Catalunya (“no estudiar lo que Madrid nos tiene que dar, sino lo que nosotros tenemos que dar a Madrid”, en palabras de Trias). Aquello que contaba no eran los argumentos, sino la aritmética, y esta impuso una lógica de financiación autonómica y descartó una lógica de concierto o de pacto fiscal. Parece muy razonable pensar, por otro lado, que los votos de socialistas y centristas catalanes no hacían sino reflejar la convicción prevaleciente en el aparato del estado según la cual, por la dimensión demográfica y económica de Catalunya, una fórmula de concierto económico era inviable si es que los números de la Hacienda española tenían que cuadrar.

4. En relación a aquello que el conseller Antoni Castells denominaba el pasado viernes “la anécdota Uriarte” (el supuesto ofrecimiento por parte del ministro de Hacienda, Jaime García Añoveros, durante el verano del 1980, de un concierto para Catalunya que el conseller Ramon Trias Fargas habría rechazado), los interrogantes se acumulan. ¿Por qué el gobierno de Suárez habría de hacer una oferta de esta envergadura histórica, cuando el pacto autonómico estaba cerrado y en Catalunya no había ninguna presión reivindicativa sobre la financiación? ¿Qué hacía en el encuentro el consejero vasco Uriarte, si aquello era una reunión formal, y no una conversación de pasillo o de antesala? Una oferta seria sobre un tema de tantísima trascendencia, ¿no habría tenido que transitar en primer lugar, y directamente, de Adolfo Suárez a Jordi Pujol?

Más preguntas: aquellos que dan pábulo a la película del ofrecimiento rehusado, ¿recuerdan o conocen cuál era la situación política del presidente Suárez en el verano de 1980? ¿Saben que, a finales de mayo, había superado apenas la moción de censura presentada por el PSOE, de la cual salió aislado y debilitado? ¿Tienen noticia de la irreversible crisis desatada en el seno de la Unión de Centro Democrático, crisis que al cabo de cuatro meses desembocaría en la dimisión del presidente? ¿Han oído a hablar del “ruido de sables” que pronto tenía que culminar en el 23-F? ¿Y creen que, en medio de aquel naufragio, Suárez podía tener la osadía y la fuerza política para pretender poner patas arriba toda la arquitectura fiscal española?

Hay gente cuyo lema debe de ser: “que la realidad no nos arrebate ninguna ocasión de tildar el nacionalismo catalán de victimista”.

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