Siempre nos habían dicho que los presupuestos eran la ley más importante del año, pero es evidente que esta afirmación no sería tan cierta. Una vez más, arrancaremos la última hoja del calendario sin que las cuentas de Catalunya ni las del Estado hayan entrado ni en el Parlament ni en el Congreso. En una aritmética política sin mayorías estables, en la que todo depende de un solo voto, la negociación se ha vuelto un ejercicio agónico en el que demasiado a menudo cuenta más la forma que el fondo.
Cuando esto ocurre, el protagonismo político de la negociación se lo lleva lo último que dice que sí. A medida que los distintos actores políticos del pacto van llegando a acuerdos, la clave de la mayoría pasa a manos de lo último que se compromete, que acaba teniendo una especie de botón nuclear que le garantiza el protagonismo y el foco mediático y también le permite subir el precio del acuerdo final. Esto, que todos lo saben, acaba convirtiendo el debate político en un juego de maniobras calculadas para ser el último en ceder.
Ahora nos encontramos en la fase de cortejo, donde todo el mundo levanta el tono y establece sus condiciones. Los partidos independentistas catalanes, por ejemplo, advierten con razón de que no se sentarán en la mesa de la negociación hasta que no se cumplan los compromisos anteriores. Pedro Sánchez es un maestro en el arte del pacto, pero también en el vicio del incumplimiento y esa contrastada reputación explica la desconfianza de sus socios. La lista de deberes pendientes es larga y destaca la financiación singular para Cataluña, la publicación de las balanzas fiscales, la condonación de la deuda del FLA, el traspaso integral de Cercanías, la oficialidad del catalán en la Unión Europea o la gestión integral de competencias de inmigración, entre otras muchas carpetas. Además, Junts per Catalunya también plantea una cuestión de confianza al presidente español, pese a saber que este camino no tiene recorrido real y que, de prosperar, conduciría a unas elecciones no deseadas. Y otras formaciones condicionan su apoyo a la aprobación de medidas como la reducción de la jornada laboral a 37,5 horas semanales, que no cuenta con apoyos suficientes para salir adelante.
Ante este escenario fragmentado, PSOE y Pedro Sánchez tienen tres opciones. La primera es pactar algo y la contraria con los diversos socios, tal y como ha hecho hasta ahora, asumiendo el riesgo de que probablemente no cumplirá todo lo prometido. La segunda opción es no pactar con nadie y resignarse a surfear una legislatura vacía de contenido. Y la tercera es convocar elecciones si la demoscopia le sonríe, algo que parece que ahora no es el caso.
Pero todo esto se desarrolla bajo un deseo no confesado por parte de la mayoría de mantener viva la legislatura y evitar un escenario peor: una alternancia de gobierno entre PP y Vox que podría desguazar proyectos clave como la amnistía y hacer fracasar el inaplazable retorno de los exiliados o el fin del sufrimiento judicial que todavía afecta a docenas de personas. Por tanto, pese a la inercia y las carencias de esta estrategia de supervivencia, parece que todos los actores prefieren evitar elecciones, y de eso se aprovecha el PSOE.
Mientras, la oposición, lejos de proponer alternativas constructivas, se centra en degradar la situación y generar descrédito inflando el globo de la corrupción. Este contexto alimenta un sentimiento creciente entre la ciudadanía, que percibe la política como un problema y no como una solución, y esta desafección es un terreno fértil para los discursos populistas, sobre todo de extrema derecha, que se presentan como antídotos a la ineficiencia de las instituciones.
Nos encontramos atrapados en una espiral en la que las maniobras tácticas eclipsan las decisiones de fondo. En lugar de abordar los retos estructurales que tenemos como país, la política se ha convertido en escenario para la gesticulación. Demasiadas veces los intereses partidistas prevalecen sobre el bien común, y el tiempo pasa sin que se resuelvan las cuestiones esenciales. Al final, lo que está en juego no son sólo unos presupuestos o negociaciones puntuales. Está en juego la capacidad de la política para responder a las necesidades de la sociedad y demostrar que puede ser, de verdad, una herramienta al servicio del progreso y la justicia social. Mientras este cambio no llegue, seguiremos viendo cómo todo el mundo quiere ser el último en lugar de ser el primero.