En las redes circula un corte de vídeo, titulado Nuestras inseguridades, que condensa en menos de un minuto la parte más evidente de un problema complejo. Los protagonistas son Juliana Canet, Marta Montaner y Roger Carandell, presentadores del programa de Catalunya Ràdio Que no salga de aquí. En este clip, Canet explica que teme perder su puesto de trabajo: “Cuando pasas por un momento de inseguridad [...], dudas más y crees que todo el mundo es más capaz que tú”. Montaner confiesa que ella tampoco pasa "por un momento de gran seguridad" y se dirige a su compañero con un "¿y tú?" Carandell, con una media carcajada, le contesta "Yo estoy bastante bien con el tema este". Entonces, Canet, rápida, le espeta "Mira, sólo diré una palabra: machismo". Cuando vi el vídeo enseguida me vino a la cabeza un artículo de la Harvard Business Review que había leído hacía tiempo, “Stop telling women they have impostor síndrome” (2021). Porque para hablar de lo que esta escena implica a menudo utilizamos el famoso concepto de el síndrome de la impostora. Pero en realidad va mejor encaminada Canet, que no se autoseñala como víctima de ningún síndrome, sino que apunta directamente y sin tapujos hacia el machismo sistémico.
En 1978, las psicólogas clínicas Pauline Rose Clance y Suzanne Imes acuñaron el término impostero phenomenon para explicar los resultados de un estudio sobre la inseguridad profesional que experimentaban mujeres muy bien ubicadas laboralmente. Inicialmente, pues, el concepto no partía de la idea de síndrome y sólo hacía referencia a mujeres que, pese a tener un currículum académico o profesional brillante, sentían que eran un fraude. Dado que el concepto alude a un sentimiento muy universal de duda y angustia relacionado con nuestra valía en determinados aspectos, hizo fortuna y se generalizó su uso. En la gran mayoría de casos, sin embargo, es más bien contraproducente llamarlo síndrome, porque convertimos en patología cosas que no lo son (en un artículo del año pasado en El País calificaban esta síndrome, que afecta sobre todo a las mujeres, de trastorno psicológico). Por un lado, sentir inseguridad es natural e incluso puede ser positivo para nuestro desarrollo personal y profesional. Por otro lado, no podemos obviar que cuando esta inseguridad es muy acusada con frecuencia es el resultado de un contexto de desigualdad. En este segundo caso, no sólo etiquetamos como patología una sensación de inseguridad justificada, sino que ponemos el foco donde no toca. Porque el problema no es la persona que sufre la inseguridad, sino unas dinámicas sociales que son claramente discriminatorias.
Lo ilustro sólo con un ejemplo: el año pasado Marina Abramovic fue la primera mujer en exponer su obra en solitario en las galerías principales de la Royal Academy of Arts de Londres, una institución que abrió sus puertas hace 255 años . El techo de cristal que rompió Abramovic después de 50 años de carrera artística demuestra cuál ha sido la tendencia en el ámbito de las artes visuales. Si Abramovic sentía presión es porque tenía muchos motivos para escucharlos, su exposición era todo un acontecimiento y, por tanto, había generado mucha expectación. Las decenas de exposiciones individuales anteriores de hombres artistas no eran un hito social, sino un acto —digamos— normal (la “norma” era que expusieran a los hombres). Y la normalidad tiene una ventaja innegable, garantiza un margen para la mediocridad. O, por decirlo de otro modo, permite aprender un oficio, equivocarse, de forma normal. Anécdotas como la de Abramovic han sido y son habituales en una multitud de sectores: en los lugares donde hay mayor concentración de poder o prestigio a menudo no encontramos ningún rastro de paridad. Históricamente, las razones tras los sesgos de género y el trato desigual han sido muy diversas y con una página en el periódico no sería suficiente. En el vídeo Nuestras inseguridades, Marta Montaner menciona una clave: “el añadido de la maternidad”. Aunque es cierto que la duración de la baja por paternidad ha ido aumentando en los últimos años, es una medida muy reciente. Revertir las consecuencias que han provocado siglos de inequidad en los cuidados y la conciliación familiares será, es, un proceso empinado.
Corto: es el contexto el que hay que arreglar, no un síndrome que no es más que un síntoma evidente de la desigualdad. No necesitamos charlas ni artículos ni consejos sobre “cómo superar el síndrome de la impostora”, son necesarios cambios estructurales. Ponemos el foco donde toca. No es el síndrome, es la sociedad.