Parece que el país europeo en el que el conflicto entre Israel y Hamás se hace sentir con más fuerza es Francia. Todo el mundo sabe que en las últimas semanas ha habido numerosas amenazas de bomba que han forzado a desalojar el Museo del Louvre, el Palacio de Versalles y varios aeropuertos, y el centro de París está sometido a una vigilancia armada por parte de policías y militares. Pero, según el ministro del Interior, la consecuencia más grave –pues, de momento, la mayoría de estas amenazas las han hecho menores de edad con ganas de “broma”– ha sido el asesinato del profesor Dominique Bernard, en Arrás, a manos de un joven “radicalizado”, de familia musulmana procedente de una exrepública soviética vecina de Chechenia.
En dos artículos publicados en el ARA el 18 y el 19 de octubre, Laia Forès explica muy bien los motivos del temor francés de que el conflicto israelo-palestino se extienda a su territorio nacional. Básicamente, se debe a que Francia tiene la mayor comunidad judía de Europa y el islam es la segunda religión en número de creyentes. Es cierto también que se han producido atentados emblemáticos como, en los últimos años, el de Charlie Hebdo y el del Bataclan –no más sangrientos que los de la Rambla de Barcelona o el 11-M en Madrid– y que una reciente encuesta señala que más del ochenta por ciento de la población francesa teme un atentado.
Sin embargo, ¿es cierto que la muerte del profesor de Arrás está relacionada con la violenta reacción israelí al ataque de Hamás? Por lo que ha dicho el autor del crimen, Mohammed Mogouchov, no es así, sino que le movió un resentimiento general hacia el país que lo había acogido de pequeño. Aunque llevaba más de quince años en Francia, el estado le acababa de rechazar una petición de asilo, después de haber expulsado a su padre, creyente riguroso. Por eso eligió un objetivo muy cargado simbólicamente, un profesor de instituto como Samuel Paty, asesinado hace tres años. Decía que quería matar a un profesor de historia, pero Bernard, que enseñaba lengua y literatura francesas, se interpuso.
En Francia, donde el “capital cultural” todavía tiene valor, aunque cotice a la baja –en España nunca lo ha tenido y en otros países europeos lo ha perdido–, la “escuela republicana” es un emblema nacional, convertido en arma que se lanzan unos a otros políticos e intelectuales de todo tipo. La escuela republicana la creó Jules Ferry, en los años ochenta del siglo diecinueve, y sirvió para generalizar la enseñanza obligatoria, gratuita y laica. En una célebre carta dirigida al profesorado, que todavía se lee públicamente en ocasiones solemnes, Ferry encomendaba al cuerpo de maestros la "instrucción moral" del alumnado, puesto que la instrucción religiosa debía quedar en manos de las familias. Se trataba de “separar la escuela de la Iglesia” (católica), que la había asumido tradicionalmente, y de consolidar, así, los famosos “valores republicanos”.
Uno de estos valores es, pues, la laicidad, que se utiliza para justificar leyes como la propuesta reciente de prohibir la abaya, una especie de túnica tradicional en Oriente Medio, en las escuelas, como antes se proscribió el hiyab, medidas más divisorias que útiles. El laicismo está en relación con otro valor republicano, el "universalismo", que en nombre de la igualdad provoca una cierta ceguera neocolonial a la diversidad cultural (por ejemplo, la alergia a las llamadas lenguas "regionales") y a las desigualdades sistemáticas que no solo persisten sino que se acentúan. Es por este motivo que en Francia los estudios de género y feministas tardaron tanto en adquirir legitimidad, muy precaria por otra parte, y que otros campos académicos como los estudios críticos de la raza o los estudios postcoloniales y descoloniales a menudo se perciben como una amenaza a la República Francesa.
Más allá de las disputas académicas, es evidente que la meritocracia que prometía la escuela republicana, un verdadero “mito” francés, en el sentido de Roland Barthes, ya no funciona, si es que antes lo había hecho. La educación es esencialmente elitista, como demuestra el hecho de que el alumnado proveniente de la clase trabajadora sea orientado sistemáticamente a las especialidades profesionalizadoras, mientras que en las “grandes escuelas” –instituciones públicas de enseñanza superior, paralelas a la universidad– entran, casi exclusivamente, los hijos de las clases superiores. En definitiva, el sistema educativo es un producto y al mismo tiempo un reflejo de las profundas desigualdades que fracturan la sociedad francesa y que hacen del profesorado una víctima expiatoria.
Hay que añadir que esta explicación del asesinato de Dominique Bernard no justifica ni exculpa a su ejecutor, como pretende no solo la extrema derecha sino también el partido en el poder en Francia, que tienden a echar leña al fuego con condenas contundentes a este tipo de razonamientos. No es paradójico sino muy propio de esa lógica incendiaria que Mohammed Mogouchov fuera seguidor de la cuenta Twitter del ultraderechista Éric Zemmour, adalid del identitarismo blanco excluyente. Como en el caso de Israel y Palestina, las recetas autoritarias no resuelven nada, sino que avivan el conflicto y la violencia.