Se han cumplido seis años desde que Carles Puigdemont, Toni Comín y otros independentistas decidieron salir de nuestro país para acogerse al espacio de libertad, seguridad y justicia que ofrece la Unión Europea a todos sus ciudadanos. Recientemente, Santos Cerdán, el negociador por parte del PSOE del acuerdo con Junts, en una entrevista en eldiario.es deslizó que Puigdemont era un exiliado. Repreguntado, contestó: “No me atrevería a definir si es un fugado o un exiliado. Porque un fugado que se pueda pasear por toda Europa, que sea eurodiputado con plenos derechos y pueda estar en la misma frontera de España, pues de aquella manera, no sé”. La tesis de que no es un fugitivo la vengo manteniendo desde hace tiempo sin mucho eco.
No he escuchado una posición contraria asentada en las normas jurídicas que regulan el espacio europeo, y el único argumento que se esgrime es que pasó la línea fronteriza escondido en el maletero de un coche. Sin embargo, muchos medios de comunicación y demasiados opinadores sostienen a ultranza que se trata de un delincuente que ha escapado a la acción de la justicia, aunque yo precisaría que más bien del Tribunal Supremo. Desde su residencia en Bélgica estos políticos se han puesto a disposición de los tribunales de todos los países de la Unión Europea que se integran en la Decisión Marco que regula la orden de detención y entrega, y por supuesto de cualquier otro país que pueda iniciar un expediente de extradición.
Siempre que han sido llamados por los órganos judiciales para responder a los requerimientos del juez instructor del Tribunal Supremo, han acudido a sus sedes. Inicialmente, cuando se requirió su entrega por los delitos de rebelión, sedición y malversación, las peticiones se consideraron desorbitadas e inadmisibles en el ámbito de la cultura democrática y jurídica europea. Excepcionalmente, el tribunal alemán del Estado de Schleswig-Holstein ofreció entregarlo por el delito de malversación, que se regulaba por una mala transcripción del delito de administración desleal de fondos públicos del Código Penal alemán.
En estos momentos nos encontramos en un escenario abierto a diversas alternativas. Pendientes de lo que resuelva el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo (TEDH), se ha iniciado, en el Congreso de los Diputados, la tramitación de una ley de amnistía cuya Exposición de Motivos cierra, salvo para los empecinados, cualquier debate sobre su constitucionalidad. Los letrados del Congreso han informado que es constitucional y como era de esperar Vox se va a querellar contra ellos y la Mesa del Congreso. Después de que el Senado perpetre un ataque filibustero que demorará su tramitación, seguirá su curso y terminará siendo aprobada por mayoría absoluta. Muchos opinadores y algunos togados sostienen con énfasis que la amnistía vulnera el principio de la división de poderes. Asombrosa conclusión a la que llegan después de más de un siglo de vigencia de medidas de gracia y amnistías, algunas de tiempos muy recientes, que nunca han recibido el más mínimo reproche judicial.
El espectáculo de ver a jueces y magistrados en la calle revestidos de sus togas, que solo se pueden lucir en estrados, resulta deprimente, extravagante y peligroso para el estado de derecho. En una sociedad democrática la espada y la balanza no se pueden esgrimir frente a una ley emanada de la representación de la soberanía popular.
Mientras llega la amnistía o se les devuelve la inmunidad, creo que existen otras vías para que puedan retornar los “exiliados”. En estos momentos, si se llega a poner en marcha la orden de detención y entrega, solo se puede formular por el delito de malversación de caudales públicos en su nueva redacción. Por cierto, algunos sostienen que se ha producido una escandalosa rebaja de las penas por este delito. Seguramente no saben leer. Con la regulación anterior la pena máxima podría llegar a los doce años de prisión si se eliminaba la administración desleal. Con la redacción actual se puede llegar también hasta los doce años. Si viviésemos en un clima de normalidad y serenidad democrática, respetuoso con el principio de legalidad, Puigdemont se podría presentar en España y el Tribunal Supremo dejarlo en libertad provisional con las medidas que estime oportunas, ya que la ley procesal lo permite porque es evidente que no existe riesgo de fuga ni peligro de destrucción de pruebas.
Por supuesto, y por respeto a la tan cacareada división de poderes, el Tribunal Supremo debería demorar el posible enjuiciamiento hasta que se tramitase y entrase en vigor la ley de amnistía.