Hoy hablamos de
El presidente de EE.UU. Donald Trump
18/02/2025
Periodista y productor de televisión
3 min
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Hace treinta años que apareció La cultura de la queja, el ensayo de Robert Hughes que satirizaba la corrección política. Y aquí estamos, todavía, quejándonos todo el santo día. No me refiero solo al llamado wokismo, sino también a la nueva derecha, que ha hecho un tirabuzón argumental quejándose de las quejas ajenas y formulando las propias. Como resultado, todo el mundo se siente víctima y todo el mundo puede promover o recibir un linchamiento, gracias al efecto multiplicador de las redes sociales. La opinión pública se ha democratizado, pero la democracia tiene siempre truco; en el caso de las redes, el truco es que los debates están orientados, que la mayor parte de los debatentes son bots o agitadores a sueldo, y que el algoritmo premia la bipolarización. Vivimos en una sociedad de agresores y agredidos intercambiables, mientras los más sensatos temen manifestarse (esta era la gran amenaza que vislumbraba Hughes) porque la posibilidad de levantar ampollas, utilizar un término incorrecto o causar un daño colateral es tremendamente elevada.

Cuando Hughes hablaba mal de la cultura de la quejapor sus efectos "paralizantes", quizás no sospechaba que treinta años después las cosas llegarían tan lejos. De hecho, en 1993 el ensayista australiano se pasó más bien de frenada. Los neocons norteamericanos lo aprovecharon para rebatir el feminismo, el multiculturalismo, el antielitismo educativo y también el intervencionismo del estado a favor de los más desfavorecidos. Pero las víctimas objetivas del sistema hacían muy bien en quejarse, como lo hicieron décadas atrás los obreros sindicatos, las mujeres sufragistas y, aún antes, los negros y los indios segregados. Guste o no, todos los avances sociales de la historia se han conseguido a base de quejas –que cuando son colectivas organizan huelgas, bullangas o revoluciones.

Huelga decir que los motivos de queja de las minorías siguen vigentes. Pero en EE.UU., y cada vez más en Europa, las nuevas derechas también han aprendido a victimizarse. Y así combinan su tradicional individualismo –"¡Fuera el estado de mi bolsillo!"– con la defensa de un intervencionismo radical en cuestiones que no tienen que ver con la economía (religión, sexo, género, raza, valores). Es la fórmula Trump, que ha logrado el éxito electoral con un oxímoron: el victimismo del poderoso. Por tanto, la cultura de la queja no solo no ha remitido sino que se ha esparcido como una mancha de aceite.

Las izquierdas –en sentido amplio– han contribuido a ello banalizando el concepto de víctima, sermoneando al personal, convirtiendo cada gesto equívoco, cada frase desafortunada y cada malentendido en una batalla cultural, poniendo los valores éticos y morales (individuales) por encima de la tradicional defensa de la justicia social (colectiva), cosa que ha abierto una brecha que ha permitido a la nueva derecha penetrar en las clases medias y bajas, que antes le eran claramente hostiles.

No se trata de una cuestión meramente política. El victimismo es el combustible de los demagogos, los oportunistas, los aspirantes a celebrity y los conspiranoicos. Es la herramienta de muchos gurús de la autoayuda, de modelos pedagógicos fracasados, de la perversión del antipunitivismo, de una idea muy laxa de la responsabilidad individual. Pero es también, aunque parezca imposible, la semilla de un argumentario que utilizan los poderosos para perpetuarse en el privilegio. Elon Musk quejándose de las limitaciones de la libertad de expresión, Trump quejándose de los inmigrantes, el Real Madrid quejándose de los árbitros y Mazón quejándose de la imposición del valenciano. Este tipo de víctimas sí justifican nuestra queja. Y lo dejo aquí, porque empiezo a sospechar que este artículo se está desmintiendo a sí mismo.

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