Esta semana pasada se presentaba el informe del Defensor del Pueblo sobre las violencias sexuales en la Iglesia. El informe, más allá de los datos, supone un paso esencial para paliar el menosprecio, el silencio y el abandono que han sufrido estas víctimas por parte de las instituciones y muy a menudo también por parte de la sociedad. Solo podremos responder a su dolor poniéndolas en el centro, escuchando lo que necesitan y lo que piden. Y esto es necesario hacerlo independientemente de si en el informe el cálculo de la incidencia es más o menos aproximado –un debate que ha acaparado parte de la atención estos días–. Con la deuda humana que tenemos con estas personas, situar el debate en el volumen del fenómeno es otra forma de revictimización, porque estamos de nuevo poniendo el foco donde no toca, perdiendo la oportunidad de hablar de ellas, de por qué han sido silenciadas, o no lo suficientemente (o nada) reconocidas. Recordemos que todavía hay sectores de la Iglesia que intentan negar esta realidad histórica (y global).
La opacidad que existe sobre las violencias sexuales en general, pero también específicamente sobre aquellas perpetradas en el seno de la Iglesia implica un doble sufrimiento: uno primario que es el trauma directo de la violencia sexual sufrida, y uno secundario (que puede tener la misma carga traumática que el primario) y que nace de la respuesta inadecuada que se ha dado a las víctimas. La respuesta de la Iglesia católica ha sido insuficiente, por no decir inexistente, e ineficaz, por no decir contraproducente.
De hecho, la respuesta que hemos visto estos últimos días, a pesar de un cambio de posición reciente por parte del Vaticano, ha sido minimizar el problema, negándolo, e incluso en algunos casos se había llegado a obstaculizar las investigaciones.
Todo ello son ataques directos a la línea de flotación de la reparación: es imprescindible reconocer a las víctimas para poder reparar. ¿Y cómo curar estas heridas?
1. Poner en el centro las necesidades y la dignidad de las personas que han sido víctimas, escuchándolas y respetando su voluntad y necesidades.
2. Buscar alternativas más allá de la justicia clásica para poder dar respuesta a casos en los que el victimario no esté procesado, haya habido, por ejemplo, una situación de prescripción (una figura tan actual como aberrante) o, por ejemplo, que el agresor esté muerto.
3. Que haya consecuencias para los autores aunque esto no va tan solo de un proceso judicial en el que se condena a los agresores, la reparación tiene muchas más derivadas.
5. Construir caminos que van mucho más allá del marco jurídico-penal y que pueden ser complementarios, como la justicia restaurativa.
6. Entender que la reparación va mucho más allá del victimario, porque es un proceso social que se fundamenta en el reconocimiento colectivo, en un acompañamiento comunitario, en la construcción de un espacio seguro, de confianza en el que las víctimas puedan expresarse y ser creídas y reconocidas.
7. La indemnización económica es importante, pero no puede ser lo único que se haga.
8. Es necesario que se conozca la verdad, que se sepa lo ocurrido para acabar con el silencio y la opacidad impuesta y tan necesaria para la institución.
9. Que se pida perdón desde la institución por los hechos y por los silencios cómplices, como una forma de reconocimiento de su responsabilidad.
10. Que se responda a las preguntas que las personas víctimas tienen, independientemente de si el resto de la gente o la sociedad lo considera o no importante.
11. Que las víctimas puedan entrar en contacto con otras víctimas y se faciliten espacios de encuentro.
12. Poner a disposición servicios psicológicos y jurídicos.
Todo ello son posibilidades que tienen un único objetivo: integrar lo vivido para que cada vez haga menos daño. La reparación persigue conectar con lo más humano, curando colectivamente el dolor que han causado estas violencias y su pésima gestión.
Es esencial que como sociedad entendamos que es cuando el dolor se comparte, que puede ser curado, porque pierde lesividad y al mismo tiempo das espacio para que la vida pueda ser de nuevo vivida plenamente.