¿Seguro que son necesarias tantas pruebas médicas?

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Imagen de archivo del pasillo de un hospital en Cataluña.

Asumimos que una visita al médico no es agradable porque siempre hay incertidumbre. A menudo nos encontramos también con un profesional que se limita a pedirnos un montón de pruebas diagnósticas que, aparte de consumir una cantidad brutal de recursos económicos y humanos, casi nunca descubren ninguna patología relevante. Unas exploraciones innecesarias que colapsan el sistema y que obligan a aquellos que las necesitan de verdad a esperar años y años para hacérselas.

Se habla a menudo del ensañamiento terapéutico y de la eutanasia, temas capitales sin duda, pero se deja de lado este exceso de pruebas diagnósticas, ese ensañamiento diagnóstico, que no hace más que incomodar a los enfermos, particularmente a las personas mayores, que suelen tener una sobrecardísima agenda de citas médicas que les provoca angustia, dolor, malestar… y todo a cambio de nada o de poco.

El tratamiento no es la única parte determinante de la práctica médica. Realizar un diagnóstico adecuado es un paso previo necesario para aplicar un tratamiento efectivo. Y hacerlo de forma precoz puede permitir la curación o limitar la agresividad de las intervenciones terapéuticas. A su vez, una mala praxis en la medicina del día a día o en la atención de las patologías más banales puede llegar a ser también muy lesiva, aunque sus consecuencias no sean inmediatas o evidentes.

¿Por qué no pensamos en los límites del diagnóstico y de la detección precoz? ¿Por qué no reflexionamos sobre el respeto a la autonomía de las personas atendidas y, en consecuencia, sobre la cantidad y calidad de la información que reciben para poder tomar sus decisiones de manera independiente?

Pedir todas las exploraciones complementarias posibles ante un determinado síntoma o cuadro clínico no es la manera más adecuada de diagnosticar. Sí lo es preguntar y escuchar atentamente al enfermo, pensar en las posibles causas del cuadro descrito, realizar una exploración física orientada a descartar algunas patologías o a incrementar la sospecha respecto a otras, establecer un orden de probabilidades diagnósticas y, finalmente, pedir aquellas pruebas complementarias que permitan confirmar las hipótesis más plausibles. Siempre después de preguntar y explorar, no antes. Y solo cuando es necesario y si es necesario, no sistemáticamente y sin criterio. Esta es la manera de diagnosticar que se explica en todos los tratados de medicina. Y tampoco es sinónimo de una buena praxis indicar pruebas para la detección precoz de cualquier enfermedad.

¿Cuál es el precio del “que no se nos escape nada”? Exploraciones diagnósticas cruentas con posibilidad de complicaciones secundarias, hallazgos casuales de significado difícil de valorar, nuevas pruebas para interpretar los hallazgos, tratamientos quizás innecesarios con sus correspondientes efectos adversos, costes económicos prescindibles y mucho sufrimiento psicológico absolutamente sobrante y gratuito. Y, también, personas sometidas a procedimientos diagnósticos sin su consentimiento real, porque no se les ha informado adecuadamente de lo que se les pide y de las posibles consecuencias que se derivan. No todo el mundo quiere que se le descarte todo ante cualquier síntoma. No todo el mundo quiere saber si tiene un cáncer antes de que se le manifieste.

¿Por qué, pues, esta tendencia a pedir pruebas diagnósticas? Quizás la falta de tiempo. Menos de diez minutos por visita no permiten realizar un diagnóstico adecuado de casi nada. Pedir pruebas y hacerlo sin demasiada información es más rápido que preguntar y explorar. Quizás el miedo exagerado a un improbable proceso judicial que raramente llega y que, si llega, aún más raramente concluye en condena. Y seguro que, es importante no obviarlo, también influye en este fenómeno del ensañamiento diagnóstico, y en el caso concreto de la sanidad privada, la voluntad de lucro que se esconde detrás de muchas exploraciones complementarias y las correspondientes visitas sucesivas.

No es necesario pedir siempre pruebas diagnósticas ante un mínimo síntoma o realizar siempre controles de manera sistemática. No hace falta medicalizar así la vida de personas sanas. Hay que ajustar los protocolos diagnósticos a cada circunstancia porque no se pueden salvar todas las vidas y porque un exceso de precaución solo provoca aflicción e incomodidad.

Y, sobre todo, hay que enseñar a diagnosticar a los médicos en formación haciéndoles ver que las exploraciones complementarias no son inocuas, que el bienestar psicológico durante el proceso de búsqueda es tan importante como la curación de lo que buscan y que la última palabra la tiene siempre la persona a la que atienden, sin presiones psicológicas, ni directas ni indirectas.

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