"Si queremos turismo, un turismo limitado, pero de indudable éxito, es cuestión de no desfigurar el carácter de nuestro paisaje, ni el de nuestra gente". Lo escribía en agosto de 1935, en el diario La Voz de Cataluña, el crítico de arte y pintor Rafael Benet. Al cabo de unos días volvía: "La Costa Brava es, y debe ser para siempre, el anti Cote de Azur", y citaba la petición de Josep Lluís Sert, el arquitecto del GATCPAC, de ir hacia una especie de urbanización "inurbana" que salvara los caminos antiguos que conducen a las playas. Creían que la democratización del paisaje, es decir, el turismo masivo, debía realizarse con respeto por los valores naturales y culturales. El consejero de Obras Públicas de la Generalitat, Joan Vallès y Pujals, había salido hacía unos días en defensa de la armonía de las construcciones a la vista, decía Benet, de algunas "urbanizaciones y construcciones sinvergüenzas". Ya entonces Benet proponía dos objetivos: crear un Gran Parque Nacional en esa costa y una "policía de las costas". Y aún: "Nada de casinos con ruleta. Nada de grandes hoteles... A los catalanes no nos conviene una corriente turística incontrolada". ¿Os suena todo esto?
Éste era el espíritu republicano. Vino la Guerra Civil y la dictadura franquista, con el aislamiento autárquico inicial (de entrada se acabó el turismo) y la apertura de piernas posterior (turismo más desarrollismo) que llevaron exactamente lo contrario de lo que defendían Benet, Sert y tanta otra gente. El paisaje que habían mitificado Verdaguer, Dalí o Pla empezó a desvirtuarse de forma acelerada. Se optó por una modernidad y un progreso banalizadores, por venderse al mejor postor. Sin filtros. Casi todo el mundo participó acríticamente de la fiesta turística: alcaldes, arquitectos, propietarios rurales, tenderos, periodistas... Con la venida de la democracia, los frenos urbanísticos o naturalísticos fueron limitados. La dinámica ya se había impuesto. Rafael Benet, fallecido en 1979, vio, por tanto, buena parte del destrozo.
Personaje interesante y poco conocido, representa aquella Cataluña culta y sensible que no pudo ser, reflejada en el libro Tossa, Babel de las Artes (1933-1936), editado por Glòria Bosch y Susanna Portell, y publicado por la Diputación de Girona en la Colección Josep Pla. Se trata de unas hojas reencontradas en 2019 en el Archivo Municipal de Girona dentro de los fondos Santos Torroella. Les había mecanografiado el autor en 1968, pero quedaron inéditos. Al igual que se perdió la genuinidad de la Costa Brava, también quedaron en el olvido estos papeles.
Nacido en Terrassa en 1889, Benet descubrió a Tossa en 1928, donde conectó con todo un grupo de artistas y escritores extranjeros y catalanes, y participó en la creación (1935) del primer museo de arte contemporáneo de todo el Estado . En la pionera Tossa también se salvaron los mosaicos de una villa romana. El Café d'en Biel, las habaneras, la barbería de Pere Darder, los encuentros en ermitas, los pescadores, la langosta con chocolate, las veladas en la pensión Steyer (Cal Trenta)... Tossa hermanaba arte y naturaleza. Benito se convirtió en un pilar.
La colonia bohemia de extranjeros era fenomenal: franceses, ingleses, rusos, ucranianos, polacos, checoslovacos, alemanes, austríacos, sudamericanos, armenios, turcos, etc. Muchos habían huido de Hitler. La lista es larga: de Marc Chagall en el checo Georges Kars (se suicidó en Suiza en 1944 tras huir de la Gestapo), de Serge Brignoni en Jean Metzinger y su esposa también pintora Suzanne Phocas, André Masson, la pareja formada por Roger Wild y Germaine Labaye, el fauvista TW Schülein y su pareja Suzanne Carvallo, el fotógrafo Friedrich Lewy, el arquitecto racionalista Henri Mullender (amigo de Sert), o los también alemanes Alf Ballmüller y Oswald Petersen. Y muchos otros. Jean Matisse y Olga Sacharoff habían pasado allí antes de que llegara Benito. Entre los catalanes, Enric Casanovas, Pere Créixams, Apel·les Fenosa, Emili Grau Sala, Josep Masriera, Enric Monjo, Manuel Humbert, los olotenses Ignasi Mallol y Francesc Vayreda...
Benet, que había sido acusado de reaccionario a los años republicanos, se marchó al exilio en 1936, y en 1939, en San Sebastián, ya le tildaban "de separatista y fines de terrorista". Pero finalmente pudo regresar a su Tossa.