Los Gaudí: mucha retórica y ninguna emoción

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El inicio de la gala de los premios Gaudí

La gala empezó con el dueto Oye Polo pensando en qué ropa se pondrían para presentar la gala. Tanto feminismo para acabar recurriendo a los tópicos de toda la vida. Ana Polo y Maria Rovira funcionan sin duda con una sintonía casi milimétrica que pide mucha concentración, pero el guión, el planteamiento de triturar las frases para repartírselas y la ejecución era tan artificiosa que casi se oía el sonido del teclado del ordenador y se perdía toda la espontaneidad. El texto estaba más pensado para ser recitado a toda velocidad que para comunicarlo bien. Una cosa es un podcast y otra una ceremonia televisada donde, además, se añaden problemas con la sonoridad del espacio. El público, en muchos casos, no sabía ni cuándo debía aplaudir. Sus sketches humorísticos justeaban, no sorprendían, buscaban más el chiste que el juego audiovisual. Y el resultado derivó en una gala con mucha reivindicación, pero muy poca emoción. Yolanda Sey sí halló más el equilibrio entre la reclamación y la elocuencia. Las actrices Maria Molins y Mercè Pons fueron la nota esporádica de sentimiento y potencia interpretativa en el homenaje a Ventura Pons. El discurso de la directora de la academia, Judith Colell, arrancó pasando lista a la sala, ajena a la trascendencia que debería tener el momento. Y si se quieren reivindicar las pioneras y la veteranía femenina del gremio, tal vez sea necesario hacerlo como se merecen, y no como una improvisación, que por eso tuvieron tres horas y media de ceremonia que se hicieron demasiado largas. Las actuaciones musicales fueron desconcertantes, pobres, encajadas sin intención de jugar con el relato cinematográfico ni tejerse con la narrativa de la gala. Ninguna voluntad de crear una atmósfera y que todo tuviera un sentido más unitario. Programarlas después de las pausas de publicidad fue un desastre. Guillem Gisbert acabó cantando en medio del caos y, en el colmo de la poca sensibilidad, el homenaje a los difuntos quedó despojado de emoción con el público paseándose por la sala y haciendo tertulia.

La gala sufrió de un exceso de retórica, demasiado centrada en la palabra y olvidando el valor de la imagen, de la capacidad de evocación y de conmover que tiene el cine. Fue una ceremonia pensada por partes, sin planteamiento global, que descuidó cuál es el significado del cine por la audiencia. Todo el relato quedó limitado a las películas nominadas en lugar de aprovechar la fiesta para exhibir el actual potencial del cine catalán. Los Gaudí, más allá de repartir premios y hacer la lista de agravios y reclamaciones, debe ser una oportunidad para venderse a la audiencia, mostrar su sensibilidad, talento, capacidad de transmitir pensamiento y de expresarse en imágenes. Y esto lució muy poco. Mucha retórica pero ninguna emoción. El lema de este año era "volvemos a mirar arriba", pero no nos sedujeron para hacerlo. La gala apelaba al oído y no a la mirada. Y en el colmo del despropósito nos remataron con una esquifida coreografía final de despedida para promocionar la serie Yo nunca nunca de TV3, metida con calzador, casi como un intercambio de marketing. La dosis de rigor de tiktokización que hacía de la gala una fiesta de andar por casa. El cine catalán fue víctima de su poca autoestima y no supo darse la importancia que merece.

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