La crisis por los resultados de PISA ha abierto la caja de los truenos, con muchas derivadas. Uno de los factores que con mayor insistencia y unanimidad se han puesto sobre la mesa es el de la formación de los maestros, con el objetivo de elevar el grado de exigencia. Los mismos rectores universitarios ya lo habían advertido hacía tiempo, como recordó a este diario el de la UB, Joan Guàrdia. Ahora esta necesidad se ha convertido en una evidencia, por no decir una urgencia. Pero al mismo tiempo que esta conclusión se ha ido asumiendo de forma transversal, hemos conocido el aumento de matriculaciones este curso en aquellos grados de formación de maestros de los centros privados que no exigían pasar las llamadas pruebas de aptitud pedagógica (PAP), un filtro extra creado hace apenas 7 años precisamente para estirar hacia arriba el nivel de los futuros docentes, de modo que con el aprobado en la selectividad ya no fuera suficiente.
A pesar del nivel en realidad muy básico de este examen, salvo el primer año (2017), cuando lo aprobaron el 72,5% de los que se presentaron (pero hubo pocos candidatos), los años siguientes resultados ya empeoraron: el número de suspensos se situó en torno al 40% y en 2021 se acercó al 50%, un porcentaje que remontó algo en 2022 y volvió a retroceder hasta el 54% de aprobados 2023. De alguna manera, se ha evidenciado que el grado de magisterio se ha convertido, en muchos casos, en refugio para alumnos con un bagaje más bien delgado. La clásica figura del estudiante y después maestro vocacional ya no parece tan predominante.
En todo caso, el número de suspendidos alarmó a las universidades privadas, que ante la posibilidad de no llegar al número de matriculados necesario para hacer rentables sus grados renunciaron a exigir esta prueba. El filtro desaparecía y, al menos de entrada, se bajaba un listón que ya estaba suficientemente devaluado. Aquella polémica decisión toma, después de PISA, una dimensión aún más discutible que va en contra no sólo del futuro nivel de la docencia en las aulas, sino de los propios centros universitarios privados que la han adoptado, que fácilmente serán vistos en el futuro como una cantera de maestros menos buenos. Seguro que las propias universidades deben sentir pánico ante esta perspectiva. Toca, pues, corregir con celeridad esta anomalía y exigir las PAP en todas partes.
Porque, en efecto, la formación de los maestros es una asignatura pendiente desde hace demasiado tiempo. Al margen del debate sobre los sistemas pedagógicos o de la exigencia de mayor inversión en educación, el factor clave que los expertos destacan para el éxito de unos países por encima de otros es la capacidad de atraer a estudiantes de alto nivel hacia los estudios de magisterio. ¿Y cómo se hace esto? En primer lugar, subiendo el listón de entrada (no bajándolo), una vía, la de unos estudios de calidad y de alta exigencia, que de paso ayudaría a volver a prestigiar la profesión. Naturalmente, hay otros factores en juego en esta delicada ecuación para mejorar los resultados académicos de nuestros niños y adolescentes, pero sin duda el de la aptitud de maestros y profesores de escuelas e institutos es uno de ellos muy relevante.