50 años después

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Jordi Pujol y Pasqual Maragall en una imagen de archivo de 1999.

Este 2024 se cumplen 50 años de la fundación de dos partidos casi homónimos: la Convergencia Democrática (CDC) de Jordi Pujol y Miquel Roca, y la Convergencia Socialista (CSC) de Joan Reventós, Raimon Obiols y Pasqual Maragall. La primera fue la base de CiU, y la segunda lo fue del PSC. Ambos partidos fueron los protagonistas de la política catalana en estas cinco décadas. Esta diarquía ha sido la base del sistema catalán de partidos, no sólo en el eje izquierda-derecha sino también en el eje nacional: aunque ambas formaciones eran autonomistas, la CDC de Pujol hizo hincapié en el nacionalismo , mientras que el PSC aceptó, de facto, la subordinación a la línea política del PSOE. Asimismo, así como el pujolismo tuvo una inercia lógica hacia el centroderecha, el PSC tendió a marcar distancias con el nacionalismo reivindicativo. Como resultado, Cataluña vivió bajo un bipartidismo imperfecto, en el que sólo era posible votar nacionalismo conservador o izquierdismo españolista. Las opciones que querían romper esa lógica (PP, PSUC-Iniciativa, ERC) tuvieron que permanecer en la periferia. La tarta del poder se la repartieron socialistas y convergentes hasta la llegada del primer tripartito.

Este bipartidismo cojo era el reflejo de una demografía compleja. Los socialistas percibieron que sin un acuerdo con el PSOE se arriesgaban a dividir el voto de izquierdas entre autóctonos y recién llegados. Los convergentes también modularon su discurso para captar el voto conservador españolista, que durante la Transición veía a Pujol la única figura capaz de frenar la alianza entre el PSC y el poderoso PSUC. Este arreglo funcionó bien para poner en marcha la autonomía, impulsar la normalización del catalán y cooperar en la gobernación de España, sin pasos atrás o huidas hacia adelante. En comparación con la política española, donde el franquismo sociológico seguía marcando una profunda zanja ideológica, Cataluña era un oasis, sí, pero en el cambio de siglo el perímetro marcado por los dos grandes partidos empezó a resquebrajarse por factores diversos (la crisis , la corrupción, el neoespañolismo del PP de Aznar) y quedó demostrado que la calma de la superficie escondía fuertes movimientos subterráneos, que estallaron con la deliberación del nuevo Estatut y con el proceso soberanista.

Desbordados por el nuevo panorama, los dos gigantes de la política catalana se removieron. CiU estalló por la corrupción y la crisis económica, y siguió los pasos del vigoroso movimiento independentista; el PSC intentó adaptarse a las nuevas reclamaciones soberanistas, pero con la emergencia de un nuevo españolismo desacomplejado, de la mano de Ciutadans, dobló velas y se encumbró tras el manto protector del PSOE. La dureza de la crisis dio alas a las nuevas izquierdas (los comunes y la CUP), y la bipolaridad saltó por los aires.

Han pasado cincuenta años, y el ejercicio de síntesis ideológica que supuso la fundación de CiU y del PSC ha dado paso a un mapa político más abigarrado y plural, con tres partidos principales (PSC, ERC y Junts) y tres minoritarios, con perspectivas de crecimiento variables (PP, comunes y CUP). Y el telón de fondo de la ultraderecha: la española, que ya está en el Parlament, y la catalana, que aspira a estar ahí. Esta metamorfosis todavía puede ofrecer sorpresas. Catalunya no es ningún oasis, el pleito nacional está más vivo que nunca, y lo que en España es un dogma de fe –la Constitución de 1978– en Catalunya está lejos de representar a la mayoría. Y sin embargo, es responsabilidad de los partidos mayoritarios encontrar caminos de consenso, caminos que deben congriarse aquí y que, quiera o no, no pueden ser los mismos de hace cinco décadas.

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