¿Ahora somos 'parte de la identidad nacional'?

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Manuel Albares en Bruselas esta semana.

Ya estamos en medio de la campaña preelectoral (es decir: ¿cuándo dejamos de estar?) y olvidamos temas eternos, secundarios para muchos, como el del plurilingüismo en España.

El pasado viernes (15 de marzo del 2024) uno de los sherpas más fieles de Sánchez, José Manuel Albares, ministro español de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, presentaba un memorando pidiendo la oficialidad del catalán, el gallego y el vasco en las instituciones europeas. No esperábamos demasiado eco entre los otros veintiséis estados europeos... Y así ha sido: en la reunión de los titulares de Asuntos Generales de la UE del lunes el tema se trató fugazmente, sin pena ni gloria.

Ha sido una novedad que en este memorando argumentado se valorara la diversidad lingüística como rasgo clave de la identidad nacional española, que se recordara que las autoridades públicas españolas tienen el “deber” de proteger los derechos lingüísticos de los ciudadanos españoles, y que más de veinte millones de personas hablan el catalán, el gallego y el vasco. ¡Caramo! ¡Llegué a pensar que Sánchez y los suyos se habían afiliado a Òmnium Cultural oa la Plataforma por la Lengua! Pero todo es un espejismo fruto de la carambola de los resultados electorales del pasado julio.

Hace treinta años, junto con Albert Bastardas-Boada, publicamos ¿Un Estado, una lengua? La organización política de la diversidad lingüística (Octaedro), un libro no descatalogado porque rogó en el desierto, pero llega a conclusiones todavía útiles y aplicables. El volumen planteaba cómo debería reconocerse pacíficamente la diversidad lingüística de la población en estados democráticos. Y todos sabemos que la alegría de la corona de estos estados democráticos “modélicos” son Suiza, Canadá, Finlandia y Bélgica.

¿Qué podemos aprender de la política lingüística de esos estados? Mucho, porque nuestra historia está llena de intolerancias y exclusiones de todo tipo. Plurilingüizar a España va mucho más allá de usar el catalán en la Carrera de San Jerónimo o en un discurso protocolario. Plurilingüizar España significa introducir el catalán en toda la administración general del Estado, desde el BOE hasta todo el papeleo que genera un estado moderno. Y sobre todo significa cambiar toda la mentalidad y la imagen del Estado (desde los carteles informativos de todas las embajadas españolas en todas partes hasta los carteles de cualquier Copa de España, y hasta la propaganda de la Lotería Nacional, pasando por los requisitos lingüísticos para el mundo laboral y para los aspirantes a la naturalización y nacionalización.

El ejemplo canadiense da pistas de cómo debería ponerse manos a la obra en este deber pendiente de plurilingüizar los órganos centrales del Estado. En 1963 se encargó a la Comisión Real Canadiense sobre Bilingüismo y Biculturalismo de dar recomendaciones para mejorar el uso de las dos lenguas del inmenso país a partir de un principio deecual partnership. Si su tarea, que duró siete años, reveló lo complejo que era partir de objetivos teóricos simples para llegar a la aplicación práctica, lo sería aún más en la política española, minada por miles de prejuicios y animadversiones, heredados de una historia no demasiado ejemplar.

En definitiva, veremos si ese insospechado interés por el plurilingüismo del actual ejecutivo de Sánchez es una flor de verano o bien es un objetivo serio, que permitiría a los ciudadanos no-castellanohablantes ser reconocidos en plan de igualdad y sentirse más en gusto.

Por último, recordamos las tres grandes opciones ante la organización lingüística española. La primera opción, como inspira la FAES aznariana, consiste en imponer al castellano como lengua común, como decía una resolución del ministerio de Justicia (El País, 17 de agosto de 1988): “Ningún atisbo de discriminación puede existir por el hecho de imponer a un español el uso del castellano”. La segunda opción, digamos federalizante, vendría a decir que “también el Estado, si quiere ser el Estado de todos, debería pensar que un ciudadano de Cataluña no tiene por qué hacer la comedia de dirigirse al Estado en una lengua que no es la suya; mientras sea así, el Estado nos parecerá siempre un estado extranjero” (Ciricio Pellicer 1983). La última opción simplemente se desinteresaría del tema porque se imaginaría (¿ilusamente?) que en una Cataluña independiente no nos afectaría al nuevo vecino que sería España.

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