Julian Assange / AFP

Hay imágenes que se agarran a la memoria como una garrapata. Pienso en una fotografía, de colores desvanecidos, en la que salen dos seres humanos. El de cuerpo entero es una mujer, con camiseta militar y pantalón de camuflaje, que lleva en la mano una correa de perro. En el extremo de la correa no hay un perro, pero, sino un hombre desnudo, tumbado en el suelo. El rictus de él —dolor, agotamiento, vergüenza— conmueve; pero lo que estremece es la mirada de ella, bovina, insustancial. Como quien se mira al quizo mientras hace un riachuelo. No puede ilustrar mejor la teoría de Hanna Arendt sobre la banalidad del mal. Ni es raro que el fotomosaico sobre los salvajados cometidos en la cárcel iraquí de Abu Ghraib formara parte de la exposición sobre Sade y la maldad humana. El testimonio gráfico es del dominio público gracias a la valentía de un reservista americano, aterrado por la normalización de la tortura en el penal donde servía. Su denuncia permitió identificar a la soldado de la foto, Lynndie England. Pero fue Wikileaks quien desveló la anatomía del terror: las políticas de detención y los procedimientos operativos; auténticos libros de instrucciones para el maltrato, que demuestran que no eran hechos aislados ni excesos de mentes perturbadas. Entre la información de interés público que liberó para Wikileaks hay violaciones de los derechos humanos en Irak y en Afganistán. Animaladas que ningún animal cometería. Está Guantánamo, el agujero negro de los derechos civiles. Existe la contrademocracia, en forma de ciberataques en las elecciones, o el espionaje por parte de la Agencia de Seguridad Americana (NSA) vía la red de embajadas de EEUU. “Cotilleos”, en palabras del expresidente Aznar. Algunos de los filtradores ganaron notoriedad (Eduard Snowden, Chelsey Manning), otros permanecen anónimos.

Es revelador comparar la suerte de quienes alertan de las perversidades escondidas, con la de sus responsables. Unos, pese a ganar la batalla moral y recibir premios de consolación —como Sam Adams, otorgado por la Asociación para la Integridad en la Inteligencia—, son perseguidos por "traición". Es el caso del militar que filtró la estremecedora fotografía, parte de una serie capaz de revolver el estómago al más resistente. El entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, abombó su nombre (Jo Darby) para “agradecerle” el coraje. Pese a que él y su familia sufrieron la amenaza de la jauría patriótica, la violación del anonimato nunca fue sancionada. El analista Chelsey Manning fue castigada con 35 años de cárcel por haber facilitado a Wikileaks información clasificada. Las condiciones de su encarcelamiento son denigrantes —desde una celda de aislamiento en Kuwait a un cubículo de dos por dos metros en Virginia, donde pasaba 17 horas diarias sin apenas poder moverse, asediada por los guardianes—. El relator de la ONU por los derechos humanos no necesitó demasiado esfuerzo para reconocer el trato inhumano y degradante y Obama la excarceló. En Reality Winner —la joven traductora que filtró la prueba de las injerencias informáticas en las presidenciales, negada en público por los políticos— se le cayeron 6 años. La película Reality documenta su crimen, saber la verdad y compartirla. Echar por el derecho, nunca mejor dicho. El caso de Julian Assange es doloroso como un mordisco. Se enfrenta a 175 años de cárcel, una petición que anuncia un escarmiento, no una condena. Cerrado en una cárcel de máxima seguridad (Belmarsh, Guantánamo británico), ha seguido la vista de extradición dentro de una jaula de cristal, como una bestia peligrosa, cuando la única arma que se ha atrevido a empuñar es la de la información. Mira por dónde, la mujer de la foto, Lynndie, la que humilla y atormenta a otros seres humanos sin perder la sonrisa; la que se retrata, orgullosa; la que justifica, imperturbable, el martirio (“Hacía lo que me decían”, “Eran enemigos”)… salió con tres años, de los que ha pagado la mitad. Otros implicados quedaron impunes por una malentendida lealtad corporativa. Da igual que violaran personas, la Convención de Ginebra o cualquier catecismo.

Quien diría, en estos momentos, que EEUU es la cuna del whistleblowing. “Hacer sonar el silbato”, literalmente—como explica Gay Talese en El puente, entre Brooklyn y Staten Island—, era el que hacía el capataz de cuadrilla en las grandes obras civiles, para detener la maquinaria y avisar a los trabajadores en caso de peligro. La versión nostrada, protagonista de antiguas estampitas de estrenos de Navidad, es el sereno (“el del pito”, en caso de fuego y otras urgencias). Pero el precedente de la protección a los alertadores es remoto (1777), cuando el Congreso apoyó a los marineros que comunicaron por carta como su capitán, John B. Hopkings, maltrataba a los prisioneros ingleses. Un gesto luminoso porque ni el pedigrí familiar del oficial despedido ni el contexto de guerra taparon la denuncia. Hoy la seguridad se ha convertido en un tótem sagrado, por el que se sacrifica la transparencia, la libertad de prensa y el derecho fundamental a comunicar y recibir información veraz. Las leyes que regulan la documentación clasificada (desde la de espionaje americana a la española de secretos oficiales) son arbitrarias, pero no existe voluntad de enmienda. En las causas contra denunciantes y periodistas, los cargos son formales (acceso no autorizado, intrusión informática), no se pondera la amenaza real para la defensa nacional. ¿O es que la tortura o el asesinato de civiles desarmados (“daño colateral”) es inocua? ¿Lo es el encarcelamiento, sin cargos, de personas de entre 14 y 89 años, acristalados y postrados, en el infierno de Guantánamo? ¿No son factores de riesgo el resentimiento y el deseo de venganza por la humillación y la masacre? Podemos silenciar los aullidos, pero no evitaremos que la rabia se propague. Ni en Oriente Medio… ni en Próximo.

Tenemos una infinita capacidad de obedecer y una infinita capacidad de rebelarnos. Es por eso que el debate que incomoda, como al perro el bozal, no va sobre los límites del derecho a saber, sino sobre los límites del derecho a ocultar, sobre los límites del poder. En la voz de Pasolini, el último profeta, "no hay nada más anárquico que el poder, hace lo que quiere".

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