Ronald Reagan, reunido con Mijaíl Gorbachov
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En su libro El siglo de la revolución (que hace referencia, naturalmente, al siglo XX), el historiador Josep Fontana dedica un capítulo al reavivamiento de la Guerra Fría (o al menos de su espíritu) que comportó el primer mandato de Ronald Reagan como presidente de Estados Unidos. Fontana se ocupa de Reagan como figura preeminente de la contrarrevolución conservadora (así la llama) que tuvo lugar durante la década de los ochenta en los propios EE.UU., y en todo Occidente. Un repliegue ideológico hacia la derecha, después de unos años setenta que habían transcurrido bajo el influjo de movimientos revolucionarios como el Mayo del 68 parisino o la Primavera de Praga (y que habían supuesto unos años de esplendor para la creación artística, tanto en el ámbito del arte como en el de la música, la literatura o el cine).

El movimiento de repliegue, como suele ocurrir, se presentaba como la respuesta a un miedo colectivo, que en aquellos momentos era un ataque nuclear de la URSS. Para repelerlo si llegaba el caso, Reagan llevó adelante una política de defensa que él consideraba audaz pero que principalmente era ridícula. Eso sí, también era muy patriótica y aparatosa. Y muy cara: la administración Reagan gastó (despilfarró) diecisiete mil millones de dólares entre 1983 y 1989 en lo que se conoció como “la Guerra de las Galaxias”. El nombre oficial no era este, naturalmente, sino SDI (siglas en inglés de Iniciativa de Defensa Estratégica), un programa militar a cinco años vista que se propone neutralizar cualquier ataque con misiles contra territorio o intereses americanos con un escudo de armas nucleares y láser situado lo suficientemente lejos de la superficie terrestre como para asegurar que su activación no representara una amenaza contra nadie. El presupuesto total era de veintiséis mil millones, por lo que aún salió barato, por lo que podía haber sido. El SDI nunca sirvió para nada, pero sí enrareció las relaciones diplomáticas dentro del conjunto de la comunidad internacional y especialmente entre la URSS y EE.UU., además de suponer una contradicción flagrante con la postura oficial de Reagan, supuestamente favorable al desarme nuclear global. Como decíamos, el miedo se había extendido por todas partes y, por ejemplo, en el Reino Unido Margaret Thatcher había realizado un estudio que calculaba treinta y tres millones de bajas en caso de ataque nuclear soviético, y ya contenía incluso el discurso que la reina debía pronunciar para anunciar a los súbditos británicos la Tercera Guerra Mundial.

Es interesante recordar todo esto ahora que volvemos a vivir momento de repliegue conservador y ultraderechista. Los miedos son múltiples (el de la guerra nuclear vuelve a existir), pero sin duda sobresalen los que tienen que ver con la inmigración y las supuestas amenazas de sustitución cultural, lingüística y demográfica. Son discursos falsarios e involutivos que conducen hacia la fractura social, la crispación de la convivencia y la desconfianza (o directamente el odio) contra los de fuera o contra los que no piensan igual. Y se esparcen con facilidad, tanto en las comunidades nacionales grandes como en las pequeñas.

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