

La palabra que explica los eventos políticos en Catalunya y España es normalización. Básicamente, el gobierno del president de la Generalitat, Salvador Illa, se ha centrado en la gestión y, pese a la fragilidad de su mayoría y la de sus socios parlamentarios, que no le permite avanzar como quisiera, intenta trasladar a la opinión pública la idea de que lo que fue el Procés está muerto y enterrado y hemos entrado en una nueva normalidad. Una normalidad que, al estilo Illa, no quiere ruido.
Los otros dos grandes partidos catalanes están centrados cada uno en la gestión de su propia crisis. ERC, que implosionó tras perder las elecciones, no podrá aclarar su estrategia política hasta después de su congreso. Mientras, aplica una posición de apoyo limitado al PSC y al PSOE. Cerca de los socialistas pero no lo suficiente como para apoyar los presupuestos. Su normalidad pasa por la gestión del mientras tanto, con la independencia en algún punto futuro.
El caso de Junts es diferente porque el ex president Carles Puigdemont continúa en el exilio por decisión expresa de la judicatura española, que incumple la ley de amnistía. Puigdemont está encapsulado dentro de un pequeño núcleo, lejos de la realidad del país y decidido a sacar el máximo provecho propagandístico a sus siete diputados. La maniobra de pedir una cuestión de confianza al gobierno Sánchez, el mismo gesto que precipitó la ruptura del gobierno Aragonès, no le ha salido bien en términos de opinión pública. Pero tampoco ha beneficiado a Pedro Sánchez. Los dos partidos se habían instado a negociar en Suiza, pero el calendario político les ha puesto una bomba por el camino.
Decreto ómnibus
El Congreso de los Diputados tenía que convalidar el miércoles tres decretos ley, de los que el gobierno español perdió dos por la confluencia de Junts con el PP y Vox. Sánchez solo salvó el referente a la reforma de la jubilación parcial, gracias al PP. El impuesto a las eléctricas ya se sabía que no se aprobaría por el anuncio de voto del PNV y Junts, pero el PSOE se había comprometido con Podemos a presentarlo y fue al matadero.
Lo más importante fue la caída del decreto ómnibus, que incluía la subida de un 2,8% de las pensiones a 12 millones de ciudadanos y las bonificaciones del transporte público. Puigdemont tiene razón cuando se queja de que los ómnibus no dejan de ser la aprobación de una especie de cajón de sastre sin negociar, pero ¿cómo se explica a los ciudadanos que la táctica política se haga sobre sus costillas?
Puigdemont sabe que el marco histórico del acuerdo de Bruselas es la principal victoria del Procés y que contiene una visión del agravio catalán que el PSC acepta disciplinadamente pero no comparte.
Juntos votó no para evitar entrar en la "normalidad" del PSC. Sin la Generalitat, los de Junts solo tienen siete diputados verdaderamente útiles, que están en Madrid, y es en el Congreso donde pueden hacer ruido cuando la realidad los va desdibujando en Catalunya.
El relato de la normalización de Salvador Illa ha tenido un éxito indiscutible con la decisión del Banc Sabadell de devolver la sede a Catalunya. Con "la jugadita de Oliu", como dice alguien muy cercano a la operación, el gobierno catalán confirma el relato de la pacificación y tiene más incentivos para influir ante el gobierno español para hacer descarrilar la opa hostil del BBVA. La mejor salida para el banco catalán sería que Competencia (CNMC) y el gobierno disuadieran al BBVA de realizar la operación antes de que llegara a los accionistas. En sus manos estaría la última decisión, en función de la cotización de los bancos, de cómo quede la última oferta y de si se mejora con dinero.
Difícil entendimiento
Desde el 2017 han pasado más de siete años, y cómo será la nueva normalidad lo decidirán los ciudadanos. En las últimas elecciones le dieron a Salvador Illa la victoria, aunque insuficiente. La imposibilidad de los soberanistas de actuar conjuntamente, que se mantiene pese a alguna visita de cortesía a Waterloo, hizo el resto.
El periodista Eugeni Xammar recomendaba "siempre la normalidad, escribir normal, vivir normal, ser de un país normal". "Lógicamente todo esto en términos europeos", añadía. Hoy la normalidad europea empieza a dar miedo, con una extrema derecha cada vez más poderosa en Austria, Alemania e Italia, y amenazadoramente fuerte en Francia. Si la normalidad es "lo que es conforme a la norma", quizás lo que tendremos que reivindicar es la resistencia europea basada en el buen gobierno, la cooperación, una gestión de la inmigración vinculada a la cohesión social y la integración, la competitividad y el ascensor social. Las amenazas son tantas que el tacticismo político solo puede generar desafección y antipolítica y alimentar a los peores monstruos de nuestra historia europea.