Cambiar el mundo o sobrevivir a él

Un pleno del Parlamento Europeo en una imagen de archivo.
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Tendemos a creer que vivimos en una época de grandes cambios. En cierta forma es así: la tecnología está transformando el mundo. Pero en asuntos muy importantes, quizá fundamentales, seguimos en el siglo XVIII. Me refiero a cómo organizamos nuestra sociedad y cómo nos gobernamos.

Los filósofos de la Atenas clásica dedicaron buena parte de su trabajo a definir y valorar conceptos como el poder, la participación, la libertad. Es curioso que ahora, quizá por la convicción colectiva de que el mundo y la persona son inmutables (hemos desarrollado una aversión profunda, y no del todo injustificada, a las hipotéticas alternativas al capitalismo y al hombre nuevo de los totalitarismos), no nos dediquemos a eso con el máximo ahínco.

Lo que llamamos civilización occidental o cultura occidental, es decir, nuestro marco mental, ha sido casi siempre mucho más inmovilista de lo que creemos. Podemos enumerar tres llamaradas transformativas: Atenas, Renacimiento, Ilustración. Poco más.

Alejandro Magno tiene mucha culpa. Ese siglo fulgurante de Atenas, el V antes de nuestra era, en que Sócrates, su discípulo Platón y el discípulo de este, Aristóteles, demuestran las ventajas del pensamiento libre, dura poco tiempo. El que va desde la victoria ateniense sobre Esparta (una de las sociedades más horrendas de todos los tiempos) hasta la conquista de Atenas por parte del absolutismo macedonio.

Sócrates enseña a pensar. Platón (lean La República, un manifiesto comunista que habría firmado el camboyano Pol Pot, aunque dirigido en exclusiva a las élites intelectuales y morales) sugiere que para mejorar al humano hay que mejorar antes la sociedad, empezando por la gobernanza y acabando por la educación. Aristóteles, macedonio y muy conservador, prefiere dedicarse a fundar la ciencia.

La Macedonia victoriosa importa, sin embargo, a través de los ejércitos de Alejandro, las ideas persas, ligadas a su vez con las de China. Se acabó la febril libertad intelectual ateniense, llegó el inmovilismo. Oriente se filtra en Occidente. Aparecen dos nuevas escuelas filosóficas, el estoicismo y el epicureísmo, que, a través de la apatía, aspiran a que el humano sufra lo menos posible. (Ambas siguen asombrosamente vigentes y, añadiéndoles una dosis de budismo zen, podemos resumir el paquete con el término autoayuda). Platón se habría horrorizado. 

Roma adopta el estoicismo (Séneca), la filosofía perfecta para un imperio. Piensen en el poema If, de Rudyard Kipling: si lo soportas todo con indiferencia “tuya será la Tierra y lo que hay en ella”. Tan bonito como absurdo. Séneca es admiradísimo por Pablo de Tarso, fundador del cristianismo. El milenio en que la religión cristiana se impone sobre Occidente combina el estoicismo de Séneca con el conservadurismo aristotélico.

Esa larga esterilidad acaba por fin gracias al Renacimiento, no tan importante por su arte como por los descubrimientos científicos. Desde el astrolabio a la imprenta, desde el microscopio a la brújula, pasando por las armas de fuego, la tecnología rompe todas las costuras. El mundo es explorado y transformado. No cambian aún, sin embargo, los mecanismos de gobernanza: el absolutismo monárquico, ilustrado o cerril, sólo empieza a ser cuestionado con la Ilustración del siglo XVIII. La Constitución de los Estados Unidos independientes y la revolución francesa permiten que las sociedades se modernicen tanto como la ciencia.

Desde entonces, nada, salvo el experimento fallido de la revolución soviética.

Me dirán que los organismos supranacionales, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la globalización y la unificación europea no son poca cosa. Se trata de fenómenos importantes, sí. Pero no hay declaración universal que sirva en Gaza. Y según sea el resultado de las próximas elecciones europeas, habrá que replantearse ciertas cosas que se daban por felizmente seguras.

En cuanto a la gobernanza, seguimos sin descubrir nada mejor que la democracia liberal: una persona, un voto. Un sistema que, con desigualdades cada vez mayores y en un contexto en que la frase “libres e iguales” suena a chiste (logremos la igualdad educativa y entonces hablaremos), se degrada y se entrega al poder privado de las tecnologías de la comunicación. La vieja democracia liberal se ha convertido en un sistema más mediático que democrático. Nos agobia la cacofonía de la propaganda y las mentiras. Y en lugar de pensar en cómo cambiar esto, nos refugiamos en el estoicismo, el epicureísmo, los misticismos bobalicones y, en resumen, en el arte de sobrevivir pasivamente.

No hace falta esperar a que China se imponga como imperio planetario. En realidad, ya somos caricaturas orientales.

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