Cataluña tiene más de siete millones de cerdos y es la comunidad autónoma con más jefes de todo el Estado. La industria porcina aporta 3,6% del PIB.
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Pese a que estos días ha llovido, hace tiempo que la sombra de la sequía se cierne sobre nosotros. Aparte de las medidas de ahorro y la concienciación, parece que no podamos hacer mucho. O sí, pero la crisis climática es un gigantesco monstruo que pide cambios estructurales profundos y tiempo. Y de eso no tenemos mucho. Ahora bien, existen cambios relacionados con otra crisis ecológica que sí podemos aplicar más fácilmente y que no podemos aplazar más. No podemos seguir siendo el vertedero de purines de otros países. No podemos engordar cerdos para sociedades que han legislado convenientemente para proteger sus acuíferos.

La sequía es un paisaje amenazante. Invisible, pero sin embargo presente. Cuando los días en que no llueve se suceden y vamos viendo cómo los árboles se secan y agrietan los caminos, levantamos la cabeza y escrutamos el cielo con cierta angustia. Una ansiedad que se agrava a medida que pasa el tiempo y no llega la lluvia. También porque tememos que cuando llegue lo haga desmesuradamente. Como ha ocurrido en China o Pakistán. Cómo nos pasó con el Gloria. La naturaleza externa, todopoderosa y difícil de predecir, fue una de las grandes causas de inseguridad y miedo en la prehistoria, en civilizaciones arcaicas y en sociedades tribales y tradicionales (otra causa fue –es– la naturaleza humana, con el potencial para la violencia y la crueldad). El geógrafo Yi-fu Tuan (1930-2022) habla en profundidad a su perturbador, a la vez que inspirador, Landscapes of fear (1979). Aunque existen datos y reflexiones de este clásico que han quedado desfasadas, las tesis principales han resistido el embate del tiempo. El estudio busca las raíces de nuestros miedos y ayuda a entender los imaginarios culturales derivados de los temores de nuestros antepasados ​​más lejanos. Y no tan lejanos.

En Cataluña tenemos unas estrofas particularmente oscuras sobre la sequía que Francesc Pelagi Briz recogió en Cañones de la tierra (1866-1877). El folclorista cree que los versos de Castich de Dios tienen su origen en una hambruna de principios del siglo XVII. Puede oír algunas de estas estrofas apocalípticas en el cancionero digital Càntut, en la voz de Jaume Planas (nacido en Sant Feliu de Pallerols en 1891). En su versión de las Coplas del ramo, Met canta “¿de qué temblas, tierra, de qué temblas tanto? / Os enviaré un castigo, que se acordarán / haré secar los viñedos, también los trigos por los campos / los pájaros que quieren, muertos en tierra caerán”. Hoy en día, estos horrores del pasado parecen haber quedado atrás. Con los avances tecnológicos, tenemos la sensación de tener la naturaleza no humana más controlada. Y, como consecuencia, también el miedo. La humanidad lleva milenios ideando estrategias para contener el caos que puede crear el clima. Los graneros de almacenamiento de alimentos como reserva para los años de hambre ya aparecen en Génesis de la Biblia (41,34-36). De hecho, en Poema de Guilgameix (c. 2100 aC) también se menciona “el grano almacenado”.

La herramienta quizás más efectiva para mitigar los efectos devastadores de las sequías, sin embargo, no llega hasta hace relativamente poco: los grandes pantanos de Cataluña fueron construidos durante los años cincuenta y sesenta. Aunque los embalses han supuesto un cambio radical en la gestión del agua, nuestros triunfos sobre el resto de la naturaleza son siempre relativos. Puede ocurrir que, como ahora, tengamos los pantanos a mínimos históricos y mucha más población que abastecer. Ahora nos toca ampliar las medidas de nuestros antepasados ​​para conseguir estabilidad a pesar de las oscilaciones climáticas: debemos salvaguardar el agua que tenemos en tierra. No podemos depender sólo de la que cae del cielo. Hemos basado parte de nuestra economía en un "pan para hoy, siete para mañana" inaceptable. Hipotecar el agua, no ya del futuro sino del presente, ha sido un error. Un error que debemos enmendar. Ha llegado el momento ineludible de cambiar la política de los cerdos –de las granjas intensivas en general– en nuestro país. Serán necesarias medidas, ayudas, reinventarse, pero no hay otra opción que hacerlo. Quizá sea necesario, además, no engordar animales para otros países, repensar los hábitos alimentarios (las nuevas generaciones ya lo están haciendo).

La industria cárnica puede ser muy oscura. Por eso se esconden las granjas tras los cipreses, por eso no se ve el interior, por eso se acarrean los cerdos (los pequeños que llegan, los engordados que se marchan) de noche. Esta oscuridad me hace pensar en uno de los escritos más brillantes de Ursula K. Le Guin: la exégesis –la interpretación– de La sombra, una fábula de Hans Christian Andersen. Tanto Andersen como Le Guin hablan de la imposibilidad de vivir sin nuestra sombra, sin nuestra parte oscura. Porque el bien y el mal son inseparables (el famoso símbolo chino del yin y el yang). En el cuento de Andersen, la (auto)destrucción llega porque el protagonista deja marchar su sombra. A gran parte de la industria cárnica le ocurre lo contrario. Está totalmente sometida por el lado más oscuro de nuestra sociedad. Lo hemos abandonado al desequilibrio más salvaje. La fábula de Andersen, ya se lo puede imaginar, no acaba bien. Pero el final de nuestro relato aún no está escrito.

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