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Creían que ya eran catalanes

La valla de Melilla, en la frontera entre Marruecos y España.
05/02/2025
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Cuando los expertos en inmigración hablan del tema no tardan en sacar estadísticas. No parecen recordar que estos números son personas. Cada vez que el debate se sitúa en estos términos siento que estorbo. Yo, mis hermanos, mis hijos, mis sobrinos, mis amigas y los vecinos con los que crecí, también a los amigos de mis hijos, compañeros de clase, compañeros de trabajo. El vidriero que vino ayer a arreglarme una ventana rota, mi compañero de las clases de tenis. Cuando se fragmenta así, mi sociedad siento que me desintegran, que nos desintegran a todos. ¿De quién hablan cuando hablan de tantos por ciento? ¿Quién existe en este cálculo despersonalizado?

Una de las consecuencias más denigrantes de este planteamiento (¿queremos o no queremos inmigrantes?, ¿qué inmigrantes queremos?) es sentir que debes justificar tu existencia misma. ¿Somos demasiado, mis hermanos y yo? El cien por cien de los hijos de Malika llevamos desde muy jóvenes cotizando a la Seguridad Social, con la salud de hierro característica de los autónomos, pero esta estadística no sale a ninguna parte. El PIB, de hecho, no recoge el trabajo gratuito que ha hecho nuestra madre y que no tendrá ninguna prestación económica a menos que enviúde. ¿Y ese posible gasto, la pensión de viudedad de una mujer que se ha pasado toda la vida alimentando y cuidando a dos generaciones de nuevos catalanes, la encuentra excesiva? ¿Fue nuestra educación un gasto que la sociedad catalana debería haberse ahorrado? ¿Quién decide que los salarios de la construcción, el mundo agroalimentario y los cuidadossean bajos y, por tanto, ¿no beneficien al conjunto de la economía? ¿No es la fuerza de trabajo un valor económicamente relevante? Os aseguro que cuando trabajaba cuidando a ancianos, limpiando y cocinando no le habría dado ningún asco a un sueldo más alto. Pero la vida y su sustento no cotizan en la economía que quiere alta productividad. Qué lástima que las mujeres hayan dejado de realizar estas tareas cobrando en aquella moneda ficticia llamada amor. No necesitaríamos inmigrantes para sustituirlas. Inmigrantes que hagan compañía y cuiden viejos (porque, dice Maria Àngels Viladot, "su cultura está basada en valores colectivistas") pero sin gastar en prestaciones sociales. Bien mirado, desde esta perspectiva, la de la productividad como valor supremo y la instrumentalización de los seres humanos, puede que pidamos la legalización de la esclavitud. Eso sí, los esclavos, ¡que hablen catalán!

Dos artículos que han publicado en este diario Andreu Mas-Colell y Miquel Puig son sorprendentes porque obvian dos hechos trascendentales: la Gran Crisis y el Proceso. Resulta especialmente llamativo que quien fue consejero de economía con Artur Mas no recuerde los recortes salvajes que aplicó su gobierno y que enmagrecieron nuestros servicios públicos. Fue esa política económica la que les va tensionar y no a los inmigrantes. Cuando se decidió que ya no hacíamos falta se tomaron medidas concretas que supusieron la expulsión de facto de muchos de aquellos a los que yo animaba aser catalanes. No era necesario tener control fronterizo: endureciendo las condiciones de las ayudas, poniendo trabas en función del origen, no haciendo políticas de integración y aprobando reformas laborales que empobrezcan a los trabajadores (recién llegados o no) se consigue hacer una presión suficientemente fuerte para echar a los que se consideran sobrantes. Muchos de los inmigrantes que antes de la crisis ya estaban integrados y hacían de puente entre la sociedad de acogida y quienes iban llegando sufrieron ese proceso de expulsión tácita y ahora viven en otros países europeos. Yo tengo una sobrina en Francia, un primo en Bélgica, una amiga en Alemania que habrían querido quedarse aquí. Como yo, se tenían por personas y no por tantos por ciento. También ellos pensaban que ya eran catalanes.

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