En dos semanas, la invasión rusa de Ucrania ha llevado a más de dos millones de personas a buscar refugio en los países vecinos, principalmente en Polonia, pero también en Hungría, Eslovaquia, Rumanía y Moldavia. Muchos más están en camino o se han desplazado dentro del país. Es el éxodo más rápido desde la Segunda Guerra Mundial. La gran mayoría, de momento, son mujeres, criaturas y personas mayores.
No es la primera crisis de refugiados en Europa, pero sí que es diferente de las anteriores. Una de las diferencias más obvias es la proximidad geográfica: no es lo mismo cuando el conflicto es lejano que cuando se sufre en el propio continente. Representantes políticos y medios de comunicación han señalado también la proximidad cultural y social. “No son los refugiados a los que estamos acostumbrados. Esta gente son europeos”, declaraba el primer ministro búlgaro, Kiril Petkov. “Son europeos rubios y con los ojos azules”, indicaba emocionado un periodista de la BBC. Este tipo de afirmaciones ponen en evidencia que, esta vez sí, son refugiados bienvenidos y lo son especialmente en cuanto que europeos, cristianos, “civilizados” y de “clase media”.
Hay una segunda diferencia fundamental: antes de ser refugiados, los ucranianos han sido y son inmigrantes económicos dentro de la UE. En este sentido, Ucrania no solo es el granero de Europa sino que, como otros países de Europa del Este, también un plantel creciente y cada vez más imprescindible de trabajadores esenciales. Entre 2014 y 2019, los países de la UE concedieron 3,5 millones de permisos de residencia a ciudadanos ucranianos. La mayoría de estos permisos eran temporales (de entre 5 y 11 meses de duración) y de baja calificación. Dicho de otro modo, correspondían a trabajadores en posiciones que los nacionales acostumbran a rechazar. No es extraño, pues, que muchos refugiados ucranianos tuvieran familiares, amigos y conocidos esperándolos al otro lado de la frontera.
La tercera diferencia tiene que ver con las políticas migratorias. A diferencia del resto de refugiados, los ucranianos no se tienen que jugar la vida para poder llegar, que es la condición necesaria para acceder a la protección internacional. Más allá de la proximidad geográfica, esta diferencia se explica por el hecho que desde 2017 los ciudadanos ucranianos pueden viajar libremente a la UE sin necesidad de visado. Además, los países de la UE han respondido con una política favorable a la acogida. Es como el régimen internacional de asilo tendría que funcionar, dejando pasar y acogiendo a todos aquellos que escapan de guerras y conflictos. Pero no es lo que acostumbra a pasar, y menos en los países limítrofes, hasta ahora fervientes defensores de "no dejar entrar nadie”, tal como declaraba el primer ministro húngaro Viktor Orbán hace tan solo dos meses.
Este giro es el que explica que los estados miembros hayan accedido a poner en marcha la Directiva de Protección Temporal, aprobada en 2001 pero hasta ahora nunca utilizada. La aplicación de la Directiva permite garantizar la protección temporal de forma colectiva (sin las largas esperas que caracterizan los procedimientos de asilo) y el acceso a un conjunto de derechos, entre otros, al trabajo, la educación y la sanidad. Además, por primera vez, los refugiados ucranianos no están sujetos al sistema de Dublín, por lo cual pueden escoger libremente el país de residencia. Aquellos países con más diáspora ucraniana, como Polonia, Alemania, la República Checa, Italia y España, serán sin duda los favoritos.
La cuarta y última diferencia, y quizás la más ignorada hasta ahora, es que con esta crisis se ha vuelto a geopolitizar el asilo. Dicho en otras palabras, la cuestión no es solo garantizar el derecho de asilo, sino también demostrar al mundo que Occidente, y en concreto la UE, se erige una vez más como garante de libertades y derechos ante un régimen (el ruso) autócrata e iliberal. Pero justo aquí es donde estas múltiples diferencias entran en contradicción. Porque esta legitimidad depende de incluir todos los refugiados sin excepción. En la huida de Ucrania, la discriminación de trato en función del origen ha hecho mucho daño. Hacia adentro, porque recuerda a los ciudadanos europeos (mucho más diversos que la “comunidad imaginada”) que no siempre somos iguales. Hacia afuera, porque confirma –tal como han recordado varios líderes africanos– los dobles estándares de una Europa que a menudo dice una cosa y hace otra.
Es sin duda una crisis diferente de las anteriores, pero, en las cuestiones fundamentales, es decir, el acceso al asilo y los derechos fundamentales, no tendría que serlo.
Blanca Garcés Mascareñas es investigadora del CIDOB
Este artículo es una versión reducida de un artículo publicado por el CIDOB.