Conflicto. En 2014 el semanario The Economist publicó un análisis sobre los desafíos de la política exterior europea titulado “Anillo de fuego” que explicaba cómo esa “alianza de amigos” que la UE había soñado construir en su vecindad este y sur se había convertido, en realidad, en un anillo de conflictos que se multiplicaban desde el Cáucaso hasta el Sáhara, y encendían las fronteras de la Unión. Una década más tarde, ese anillo de inestabilidad no solo sigue activo y reavivando viejos conflictos congelados que impactan en un desorden que es global. La lista todavía es larga: más de 600 días de invasión rusa en Ucrania con un frente del este enquistado que se lucha todavía kilómetro a kilómetro sin conseguir romper los equilibrios de fuerzas entre los dos bandos; la toma de control del enclave del Alto Karabaj por parte de Azerbaiyán ha forzado el desplazamiento de unos 150.000 armenios; el golpe militar en Níger, el pasado julio, se convirtió en el sexto pronunciamiento que se ha vivido en Sahel y África occidental desde el 2020; la violencia en el norte de Siria o el estado fallido libio son el recordatorio constante de la impotencia occidental; y, desde el 7 de octubre, la guerra en Gaza, donde ya ha habido más de 8.000 muertes, la gran mayoría población civil, profundiza en la crisis del derecho internacional en manos de la lucha de intereses entre potencias globales.
Proliferación. Un estudio del Peace Research Institute de Oslo ha constatado que el número, intensidad y duración de los conflictos en todo el mundo ha alcanzado el nivel más alto desde el fin de la Guerra Fría. Dos mil millones de personas viven en zonas de conflicto y el número de desplazamientos forzados en todo el mundo ha llegado, a principios de 2023, hasta la cifra récord de 108 millones de personas.
Nada de eso es ajeno a la ola de pesimismo que nos invade; a la emocionalidad e incapacidad que sienten en estos momentos las Naciones Unidas cuando defienden su trabajo humanitario en Gaza. Las Naciones Unidas también han quedado engullidas no solo por la persistencia de la violencia, sino también por una nueva realidad global que se ha traducido en una proliferación de acuerdos regionales o multilaterales, de iniciativas privadas, o de nuevas formas de asociación entre gobiernos, poderes privados u organizaciones de la sociedad civil, en ámbitos como seguridad, cambio climático y derechos humanos. Con tantos niveles de complejidad y entre tanta inestabilidad con impactos globales, la sensación de desorden y vulnerabilidad ha pasado por encima de los grandes actores tradicionales.
Autoridad. Los intereses de la guerra se han impuesto sobre la urgencia de la paz. Simon Jenkins, columnista en The Guardian, advertía ayer contra esos poderes que prefieren las pérdidas económicas del conflicto antes que las pérdidas de estatus que supondría retroceder en sus posiciones. Así es como Occidente se ha derrumbado en sucesivas intervenciones fallidas en las últimas décadas, dice Jenkins. Así es como un Netanyahu contra las cuerdas ha decretado la "segunda fase" de la guerra y ha llevado a los tanques israelíes hasta las puertas de la ciudad de Gaza sin ninguna estrategia clara de cómo saldrá de allí, "sin otra perspectiva que un baño de sangre”, en palabras del antiguo primer ministro conservador francés Dominique de Villepin.
Al día siguiente necesita un mediador. Pero, ¿quién tiene hoy la autoridad y la voluntad de serlo? Qatar se deja querer. Estados Unidos y la Unión Europea son incapaces de pedir públicamente un alto el fuego, como sí han hecho China y Rusia. El anillo de violencia se estrecha y se esparce a la vez. Ninguno de los grandes poderes en Oriente Próximo quiere una extensión regional del conflicto. Pero todavía es imposible imaginar lo que viene después. En un mundo cada vez más encendido, no es suficiente con intentar congelar la violencia.