Los 'golden visas' y la justicia migratoria

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Pisos residenciales de Mandarin Oriental a Paseo de Gràcia KKH

La prosperidad de un país depende, en gran medida, de un intangible: la percepción de que todos somos tratados como iguales por parte de las instituciones. Y un buen ejemplo de un trato desigual son los golden visas, en debate en los últimos días. Fue en 2013, con el gobierno de Rajoy, cuando se permitió obtener permisos de residencia en España por “inversiones significativas” en el país. Un cajón de sastre que podía incluir montar una empresa, invertir en bonos del estado o fondos de inversión, o comprar una vivienda. El objetivo, en teoría, fomentar la inversión extranjera. La realidad, más de 14.000 visados ​​otorgados principalmente a ciudadanos chinos y rusos por la compra de vivienda financiada con fuentes de orígenes dudosos. Y de éstos, un tercio han sido por inversiones inmobiliarias en Barcelona.

Esta semana Pedro Sánchez anunciaba el fin de los golden visas por la compra de vivienda. Una buena noticia, pero no por las razones anunciadas, vinculadas a “garantizar que la vivienda sea un derecho y no sólo un negocio especulativo”. El impacto que esta medida pueda tener sobre el precio de la vivienda es muy limitado. Por el bajo porcentaje que representan las compras por golden visas dentro del total de las transacciones inmobiliarias, y porque la falta de oferta de viviendas a un precio asequible no se encuentra en las que se venden por más de medio millón de euros, requisito para obtener la residencia a través de los golden visas.

El fin de esta compra de visados ​​de residencia es una buena noticia porque cumplimos con una recomendación de Bruselas, que hace ya tiempo que cuestiona la procedencia opaca del capital invertido por oligarcas de regímenes dictatoriales. Los golden visas no sólo permiten blanquear dinero, sino también obtener la libertad de movimientos dentro del espacio Schengen por el simple hecho de poder comprar una vivienda. No se trata, por tanto, de una especulación inmobiliaria, sino del derecho de residencia.

La cara B de esta compra de la residencia española para quienes pueden pagarla es la realidad de medio millón de personas en situación irregular que viven y trabajan en condiciones precarias, y que también esta semana han visto cómo el Congreso ha aprobado la iniciativa legislativa popular de considerar la tramitación de un procedimiento para su regularización. Si para poder conseguir su permiso de residencia, estas personas deben esperar –si lo consiguen– casi ocho años, y superar procedimientos burocráticos interminables, los demandantes de los golden visas, previo pago de 500.000 euros, y sin apenas requisitos, cuentan con la aprobación automática si a los veinte días la administración no ha respondido a su solicitud. Una buena práctica –el silencio administrativo positivo– que no abunda en los procedimientos y solicitudes de ayudas para quienes más lo necesitan.

Terminar con los golden visas -inmobiliarios- tiene más de medida estética por parte del gobierno del Estado que de impacto real. Pero su coincidencia con el debate para mejorar los procesos de regularización de migrantes supone una ganancia en igualdad, si no auténtica al menos percibida. Un trato justo por parte de las autoridades.

Unas instituciones justas, estables e igualitarias pueden atraer más inversión extranjera que medidas injustas, inestables y desiguales. Un buen gobierno no discrimina entre ciudadanos de primera y segunda, pero tampoco entre aspirantes a ciudadano de primera, debido a que lleguen en business class o en jet privado, y aspirantes a ciudadanos segunda, que atraviesan las fronteras como pueden. Sin justicia migratoria no existe justicia social.

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