A medida que se avecina el 5 de noviembre, los discursos de odio dentro de la campaña electoral americana suben de intensidad. No es que sea una sorpresa, pero se ha convertido en un mecanismo repetido en todas partes: con su simplicidad, con su violencia indiscriminada, los discursos de odio rápidamente dominan el espacio público, condicionan el debate y arrastran a los que participan en él. ¿Quiere decir esto que Kamala Harris contesta las proclamas de Trump con otras proclamas equivalentes? No, pero lo seguro es que Harris no hace la campaña que ella y su equipo harían, sino que en buena parte se ven obligados a ir a rebufo de las mentiras y las provocaciones del adversario. El problema de los discursos de odio no es solo (y no tanto) su contenido, por ofensivo que pueda llegar a ser, como su capacidad contaminante. Ensucian con solo sacarlos al debate público, en especial a quien se encuentra en la situación de tener que responder.
Asistimos a una tergiversación de la libertad de expresión que es peligrosa porque se trata de una de las libertades fundamentales: fundamentales en el sentido literal, uno de los pilares de la democracia. Y si la libertad de expresión es dañada, la democracia se tambalea. No por conocido, el debate es menos endemoniado: en nombre del humor (que todos estábamos de acuerdo en que no debe tener límites) y de la libertad de expresión (ídem), un supuesto comediante realiza una actuación durante un mitin de Donald Trump y describe Puerto Rico como “una isla de basura en medio del océano”.
Es evidente que estamos ante un discurso de odio, pero ¿cómo detenerlo? Si se le censura, inmediatamente el autor (y, de su mano, el propio Trump) se victimizarán y sacarán aún, como consecuencia, un rédito político. Podrán presentarse como perseguidos, como los valientes que son castigados por decir lo que todo el mundo quiere decir, pero no se atreve, como víctimas del pensamiento único, etc. Todo ello también es falso, pero entra con gran facilidad en una opinión pública que no solo está desencantada con la clase política sino también predispuesta a culparla de sus resentimientos y fracasos personales. Uno de los mensajes básicos del populismo, o de la extrema derecha, es glorificar a los individuos como guerreros y a la vez desproveerlos de toda responsabilidad individual. Es decir: la culpa de todo lo que me pasa nunca es mía, sino de los demás (inmigrantes, feministas, políticos, quien sea). Pero eso sí, a la vez que me declaro incapaz en todo, me presento también como un batallador, porque soy capaz de insultar, de atacar, de ser incívico.
Todo esto acaba formando algo peor que un estado de opinión: crea un estado de ánimo en el que prevalece una emotividad confusa y desbordada, y en el que la razón tiene todos los papeles para hundirse. Trump es la máxima expresión global de esta forma de hacer, y su victoria (ahora que los votantes ya no lo votan como novedad, sino que lo han visto gobernar y han visto cosas como el asalto al Capitolio, entre muchas otros) quisiera decir solo que la democracia (la Ilustración) ha descendido uno o dos escalones más en un descenso hacia ninguna parte.