En un artículo publicado en La campana de Gracia en 1914 titulado "La inmigración obrera en Barcelona", Rovira i Virgili expresaba la preocupación que le generaba la llegada de recién llegados pobres a la ciudad. Que acostumbrados a un nivel de vida más bajo, decía, se conformarían con unas condiciones más precarias, con sueldos más bajos y renunciarían a los derechos que los trabajadores estaban intentando conquistar en una larga y encarnizada lucha. Era una época en la que todavía existía el trabajo infantil en las fábricas y las jornadas no descendían de las diez horas. Fomentar la conciencia sindical en los obreros tampoco era cosa fácil teniendo en cuenta las fuertes represalias que sufrían los trabajadores que se rebelaban contra la explotación. Los temores de Rovira y Virgilio ante la llegada de pobres aún más pobres, que en el mismo escrito se apresura a desvincular de cualquier prejuicio de cariz étnico, es comprensible. Y resulta muy similar al rechazo que hoy manifiestan muchos ciudadanos trabajadores ante la llegada de nuevos inmigrantes que se expresan votando a partidos populistas. Quizás porque se sienten huérfanos de representación, porque hace tiempo que las izquierdas sustituyeron la lucha de clases por la lucha de las identidades y los asalariados que han ido sufriendo sucesivas erosiones en sus derechos laborales y notan la presión directa de los recién llegados no tienen partidos que los defiendan. En este sentido, es injusto que desde el progresismo que ha renunciado a la lucha por el modelo económico se tilde a este sector del electorado de xenófobo como si su rechazo fuera por puro y simple racismo. Habrá trabajadores racistas, claro, este mal está presente en todas las capas sociales, pero reducirlo todo a una pugna entre autóctonos y extranjeros es una simplificación que esconde precisamente el miedo a un aumento de la precarización. Prueba de ello es que existen inmigrantes de las primeras oleadas que sienten esta misma presión por parte de los inmigrantes de ahora. Saben de dónde vienen y lo que cuesta ganarse unos derechos laborales que en el momento del aterrizaje eran inaccesibles, sobre todo si no se tenían papeles.
Pero el texto de Rovira y Virgili resulta clarificador desde un punto de vista histórico: si miramos lo que ha pasado en Cataluña a lo largo del siglo XX, en el que no dejaron de llegar nuevos inmigrantes, veremos que la lucha obrera no sólo no se debilitó sino que adquirió más fuerza porque, por muy desesperados que estuvieran los que aterrizaban en Barcelona entonces, tarde o temprano acabarían sumando a las movilizaciones obreras. Nadie está dispuesto a vivir voluntariamente peor que sus vecinos, si lo hace es porque no le queda más remedio. Y los sindicatos han tenido el acierto, en las últimas décadas, de no distinguir entre los trabajadores según sea su nacionalidad. Algo que no quiere decir que ser trabajador de origen extranjero, incluso si administrativamente se está en condiciones de igualdad, no comporte sueldos más bajos o más temporalidad. Pero en vez de ser vistos como víctimas de un sistema que explota a los más vulnerables, resulta que este sector de la clase obrera es culpado de su propio sufrimiento. Si algo ha logrado la derecha (xenófoba en el discurso pero promotora de la inmigración irregular en sus políticas) es despistarnos a todos sobre los verdaderos responsables del empeoramiento de las condiciones de trabajo. El problema no son los inmigrantes, nuevos o antiguos, sino el empresario dispuesto a explotarlos aprovechando que todavía no tienen posibilidades de defenderse. Ante esto, cuanto más fuertes sean las instituciones y la protección social, cuanto más eficaces sean los mecanismos que persigan la vulneración de derechos, menos riesgos comportarán a los inmigrantes de hoy.