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Un grupo de manifestantes durante la protesta por la liberación LGTBI en Barcelona.

A raíz de la última oleada de violencias homófobas, que han culminado con un asesinato en A Coruña, algunos comentaristas han considerado paradójico que esto pase en aquel que fue el cuarto país del mundo en legalizar el matrimonio homosexual, y han atribuido a la sociedad española una supuesta “tolerancia” espontánea, que ahora se estaría viendo cuestionada o retrocedería. Permítanme que lo examine con un poco de detenimiento.

La tolerancia es una planta delicada y de crecimiento lento, que necesita unas condiciones de cultivo muy específicas. Pues bien, en la España de los últimos 250 años, entre absolutismos, dictaduras, espadones, estados de asedio y leyes de excepción, estas condiciones no se han dado casi nunca de manera sostenida, solo -y aun así- a partir de 1978. Pero entonces, y siguiendo una tendencia muy carpetovetónica, aquello que se hizo fue tan solo cambiar las leyes, no tratar de corregir también mentalidades, actitudes y comportamientos. En España, derechas e izquierdas han tenido siempre una fe ciega en la letra impresa de la ley: si hay una norma publicada en el BOE que se enfrenta a él, el problema -el que sea- está resuelto. La Constitución de 1931 definía España como “una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia”, y todavía añadía que “España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional”. Al cabo de cuatro años y medio, el país reventaba en un caos salvaje de violencia y muerte.

Salvadas las distancias, cuando en 2005 el gobierno de Rodríguez Zapatero promulgó la ley del matrimonio homosexual, sus promotores creyeron que los derechos LGTBI quedaban blindados definitivamente. Pero no, igual que con las reformas del Código Penal, las normas nuevas que se aprueban (“solo sí es sí”) para combatir las violencias sexuales y la violencia machista en particular no acaban con estas lacras ni ponen fin a los asesinatos de mujeres a un ritmo más o menos semanal.

El socialista libertario francés Pierre-Joseph Proudhon había escrito: “Démocratie, c’est démopédie”, es decir, “democracia es educación del pueblo”. Más cerca nuestro, Rafael Campalans sostenía que “política quiere decir pedagogía”. Aparentemente, ni el uno ni el otro han tenido muchos discípulos por aquí, donde los gobernantes parecen haberlo fiado todo a la tópica “tolerancia” de la mayoría de la gente. Y sí, es cierto que, viniendo de un nacionalcatolicismo asfixiante, la sociedad acogió con naturalidad, hasta con entusiasmo, novedades legales como el divorcio o aun el aborto, porque -excepto para una estrecha franja integrista- eran cambios que facilitaban la existencia cotidiana de las personas y eliminaban miedos y amenazas de las cuales, hasta entonces, habían sido víctimas amplias capas sociales populares, aquellas que no tenían acceso ni al Tribunal de la Rota ni a las clínicas de Londres.

Pero una cosa muy diferente es cuando la afirmación o el reconocimiento de derechos otros (de unos que son diferentes a ti) amenaza, o cuestiona -o así te lo parece- tu propia identidad. La identidad del macho dominante que considera a su mujer como una propiedad y puede llegar a aplicar aquello de 'la maté porque era mía'. La identidad del joven que, cuando sale de gresca, siente amenazada su virilidad -entonces en fase de exhibición- si tiene que aceptar como normal la presencia en el espacio público, ante él, de comportamientos homosexuales. La identidad grupal o lingüística de aquellos individuos que la ven agredida si hay personas que hablan diferente, que tienen otro color de piel o que exhiben símbolos tenidos por hostiles. 

La intolerancia del otro es un problema muy serio en el estado español, aunque no guste reconocerlo. Igual que el Reino de España es una democracia perfectamente homologada si solo se miran las leyes, y no quién las tiene que aplicar ni quiénes las tienen que cumplir, similarmente la sociedad española es muy tolerante, y abierta, y descreída, y..., siempre que una parte sustancial de sus miembros no crean que se están poniendo en cuestión sus fundamentos y valores esenciales. Si lo creen, entonces llegan el asesinado machista, o la paliza acompañada de gritos de “maricón”, o de “¡negro de mierda!”, o aquello de “a mí háblame en español, que estamos en España”, o las calificaciones rutinarias de felón, traidor, golpista, etcétera, dirigidas al adversario político. Esto último es aquello que los diarios denominan a veces, púdicamente, “lenguaje guerracivilista”.

Sí, ya lo sé: extremistas, homófobos, machistas, fanáticos y fascistas hay en todas partes. Pero en sociedades donde la planta de la tolerancia está arraigada y florece desde hace centurias, donde la última guerra civil tuvo lugar en el siglo XVII y no en el siglo XX, estas actitudes se circunscriben más bien a pequeñas minorías lunáticas. Al sur de los Pirineos, en cambio, la tolerancia es frágil planta de invernadero; y ni los políticos, ni la mayor parte de los medios, ni los intelectuales y creadores de opinión hacen gran cosa para fortalecerla. Más bien alimentan aquelarres excluyentes del tipo plaza de Colón.

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