Desde hace unas semanas vivimos en Berlín. Nos hemos mudado con Berta, mi amiga, por cosas que no vienen a cuento y durante un tiempo limitado: nos iríamos a cualquier sitio si supiéramos que tarde o temprano volveremos a casa. Al salir de Mauerpark, un domingo luminoso de quienes se agotan, un grupo amateur canta What en wonderful world rodeado de turistas que se detienen a escucharles. El cielo es muy azul y, allá al fondo, como ocurre los días transparentes, se ve a Fernsehturm custodiando la ciudad. Antes de cruzar la calle, nos fijamos en unas farolas encarteladas con anuncios de los ciudadanos israelíes secuestrados por Hamás: piden su liberación inmediata. En Gaza, caen bombas.
Justo hace unos días que la policía alemana prohibió una manifestación en favor del pueblo palestino, argumentando que era un peligro para la seguridad y el orden públicos, y ahora parece que los carteles que llenan farolas, paredes y stands publicitarios ni la lluvia se les pueda llevar: todavía se ven los rostros a color y se lee el ruego que los quiere en casa. Anoche, antes de acostarse, Berta me leyó un poema de Brecht titulado En tiempos oscuros, que acaba diciendo que, cuando los tiempos ya no lo sean, oscuros, “no se dirá: los tiempos fueron oscuros. / Sino: ¿por qué callaron sus poetas?”
Pienso ahora, volviendo a casa, con el silencio que no es de esta ciudad lenta, que es del pacto impuesto de callar ante el horror y de hacer ver que no está. De negarlo. Pero es imposible no pensar en Brecht, o en otros poetas que decidieron señalarle. Fadwa Suleiman: “¿Por qué emigra un pueblo? / Porque nadamos en un mar de sangre”. Rafeef Ziadah: “Nosotros, los palestinos, nos levantamos cada / mañana para enseñar vida al resto del mundo”. Heba Abu Nada: “La noche en la ciudad es oscura, excepto por el brillo de los misiles”. Wajdi Mouawad: “Los humanos están solos”.
Resulta imposible no pensar también porque éste es, para mi generación, aquellos que nos encontramos a media veintena, el primer genocidio trend con la complicidad de nuestros gobernantes que contemplamos a tuitero. Éramos demasiado pequeños para recordar las guerras de Afganistán e Irak y los ojos de nuestros padres clavados en las pantallas de las televisiones pixeladas. Con la guerra de Siria intentábamos crecer y encontrar el lugar tan difícil que es la adolescencia: el horror era todavía un ruido de fondo. El cóvido se planteó como la guerra de la que podíamos salir mejores: las redes combatían el aislamiento –también preparaban la amnesia que vendría después–. Ucrania fue una muestra digital de la Unión Europea y del salvajismo de Putin: hacer un retuit era el símbolo de una solidaridad fácil, sin matices, condenatoria. Pero ahora, otoño del veintitrés, uno responde mails con el café en la mano después de haberse despertado con Twitter quemando los ojos: más muertos en Gaza, más silencio en Europa.
Es cierto que hemos crecido con los textos de Susan Sontag y de Judith Butler sobre la guerra y su representación, que hemos entendido que la experiencia moderna trata de esto: que algunos seamos espectadores de las calamidades de otros, que hemos debatido del derecho y del revés sobre si las imágenes del dolor nos anestesian o nos activan la solidaridad política, que hemos leído a muchos artículos que valoran si mostrarlas, estas imágenes, si es cosa lasciva o bien se trata del reconocimiento necesario del dolor que no vivimos nosotros.
Pero da igual. Quiero decir: no existe teoría para la barbarie. No porque no tengamos palabras para decirla, sino porque existe algo del horror que tiene que ver con el silencio. El hielo podría hablar, y no habla. ¿Qué hace un pueblo cuando no puede huir? ¿Qué hace el cuerpo ante la arbitrariedad del genocidio? ¿Cómo puede correr un niño mientras el mundo entero le quita la mirada? Pedir que los poetas no se callen, como hacía Brecht; designar al infierno, como hicieron Fadwa Suleiman, Rafeef Ziadah o Wajdi Mouawad, no salva a la gente que lo habita, pero sí abre una brecha. Hay quien ha encontrado las palabras para negar el silencio al que te condena el horror. Y sin ser un poema, pero como si lo fuera, de tan cierto y tan vivo, podemos repetirlo ahora, contra la desmemoria: “que Palestina sea libre del río al mar”. Y justo antes de subir al metro, dejando atrás Mauerpark, los turistas empiezan a aplaudir, y el cantante vuelve: "What a wonferdul world!"